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Mons. Tróccoli presidió la primera Misa Crismal de la nueva Diócesis de Maldonado-Punta del Este-Minas

By 06/06/2020No Comments

 

El jueves 4 de junio, Fiesta de Jesucristo sumo y eterno sacerdote,  Mons. Milton Tróccoli presidió la primera Misa Crismal de la nueva Diócesis de Maldonado -Punta del Este- Minas en la Catedral de San Fernando en la que invitó a sacerdotes, diáconos y laicos a avanzar como Iglesia Sinodal. El Obispo reconoció, asimismo, los “signos luminosos” que emergieron en las comunidades  en este tiempo marcado por el COVID-19: “Sin duda, el sentido de comunión y de misión nos ayudó para que el Evangelio de la caridad y de la vida no quedara en cuarentena”.

Al inicio de su homilía, el Obispo resaltó que la Diócesis “nació en tiempo de pandemia, la cual ha marcado nuestro caminar hasta hoy”. De hecho el 15 de marzo, mientras Mons. Tróccoli tomaba posesión de la nueva diócesis, la Conferencia Episcopal difundía el comunicado que anunciaba la decisión de los obispos de suspender la celebración de Misas con presencia física de fieles como consecuencia de la pandemia.

“Realidades como distanciamiento social, cuarentena, cierre masivo de Centros de educación y de lugares de trabajo, miles de personas en ‘seguro de paro’ o directamente sin trabajo, se hicieron presentes con todas sus consecuencias. Experimentamos también las repercusiones en la vida eclesial”, detalló el Pastor al hacer referencia al escenario de los primeros meses de vida de la nueva jurisdicción eclesiástica, que surgió de la unificación de las otrora Diócesis de Maldonado-Punta del Este y Diócesis de Minas. .

Para Mons. Tróccoli “esta situación de escala mundial que nos ha descolocado, quizás sea también un signo de los tiempos, un empujón para comenzar caminos nuevos, para dejarnos desinstalar por el Espíritu y buscar juntos aquello que el Espíritu nos está diciendo como Iglesia en este tiempo particular”.

“Podemos dejar que lo que sucede oscurezca nuestro corazón y nuestro horizonte, o plantearnos qué nuevos desafíos llegan para nuestra vocación de discípulos y testigos del Resucitado”, planteó .

“Dios, el Eterno llamante, nos sigue llamando por el nombre a cada uno de nosotros. Nos sigue preguntando: ¿me amas más que estos? Para respondernos con amor: apacienta a mis ovejas, apacienta mi rebaño”, subrayó Mons. Tróccoli.

En medio de las dificultades, el Obispo resaltó los “signos luminosos” que emergieron en la coyuntura como las distintas iniciativas de solidaridad y la dedicación y el esfuerzo de las catequistas para llegar a todos los catecúmenos.

“El Señor nos sigue invitando a reconocer el trigo que se abre espacio de vida aún en medio de la cizaña, y que anhela ser pan partido para alimentar hoy. Nos sigue invitando a dejarlo todo para seguirlo, sin excusas, sin demora, sin fáciles atajos que eviten la cruz para alcanzar la santidad y la fidelidad”, afirmó.

En su homilía, Mons. Tróccoli tuvo palabras para con los sacerdotes y diáconos que renovaron sus promesas efectuadas en sus respectivas ordenaciones.

Dirigiéndose a los sacerdotes, el Pastor les recordó la invitación de Jesús “a renovar la entrega y la generosidad de cada día, a experimentar su amor fiel que nos unge y nos sostiene en cada jornada. A construir comunidad y sentir el gozo y la confianza depositada en nosotros para poder decir cada día: yo te absuelvo, esto es mi cuerpo, es mi sangre…”.

A los diáconos les recordó que en ellos “se ha derramado el don del Espíritu, para colaborar en la formación y animación de las comunidades. Su ministerio está llamado a realizarse en las ‘fronteras de la Iglesia´, en los barrios y capillas, donde desarrollan su ministerio pastoral». “Sean, como dice el Papa, ‘los guardianes del servicio en la Iglesia’, especialmente a los más necesitados”, les manifestó.

Luego, dirigiéndose a todos, expresó su deseo ya explicitado al comenzar su misión pastoral en la Diócesis, de avanzar como Iglesia Sinodal. “Esto implica una comunidad que discierne, que busca escuchar al Espíritu que nos habla en la Palabra y en la historia. Que nos pone a la escucha de los hermanos, no para juzgar, sino para construir juntos”, precisó.

Mons. Tróccoli dedicó el último tramo de su prédica a detallar lo que implica ser una Iglesia Sinodal. Entre otros aspectos, señaló que la Sinodalidad es “un antídoto contra el individualismo y nos ayuda a apreciar lo bello de la comunidad. Es una de las expresiones de la comunión. Es el modo de expresar la corresponsabilidad y la participación de todos en la vida y en la misión de la Iglesia diocesana. Es la experiencia que favorece que cada persona y cada realidad local encuentre su lugar, su responsabilidad, su aportación única y específica al conjunto”.

Mons. Tróccoli admitió que “caminar juntos no es una empresa fácil, tanto para la Iglesia como para la sociedad”, por lo que “todos tenemos necesidad de entrenarnos en este ejercicio tan vital para el futuro”. “Por eso, para avanzar de este modo, nos ayudará cultivar una espiritualidad de la comunión, la práctica de la escucha, el diálogo, el perdón y el discernimiento comunitario”.

“Una Iglesia Sinodal supone que la misión sea, ante todo, un testimonio, un ser testigo junto al Misionero primero y principal que es el Espíritu Santo”, acotó.

“Queremos seguir adelante como Iglesia en salida, una Iglesia que sale al encuentro, sin bastón y sin alforja, solo con la confianza puesta en el Evangelio, en la presencia de Jesús que nos sostiene y nos muestra el camino”, enfatizó Mons. Tróccoli en su primera Misa Crismal como Obispo de la Diócesis de Maldonado-Punta del Este- Minas.

HOMILÍA de Mons. Milton Tróccoli

MISA CRISMAL.

MALDONADO, 4 DE JUNIO DE 2020

Queridos hermanos y hermanas, queridos sacerdotes y diáconos que hoy renuevan las promesas realizadas el día de su ordenación:

Es nuestra primera Misa Crismal como nueva Diócesis. Una Diócesis que nació en tiempo de pandemia, la cual ha marcado nuestro caminar hasta hoy.

Realidades como distanciamiento social, cuarentena, cierre masivo de Centros de educación y de lugares de trabajo, miles de personas en “seguro de paro” o directamente sin trabajo, se hicieron presentes con todas sus consecuencias.

Experimentamos también las repercusiones en la vida eclesial.

Como decía el Papa Francisco en su reciente Carta a los Sacerdotes de Roma:

“Nuestros modos habituales de relacionarnos, organizar, celebrar, rezar, convocar e incluso afrontar los conflictos fueron alterados y cuestionados por una presencia invisible que transformó nuestra cotidianeidad en desdicha. No se trata solamente de un hecho individual, familiar, de un determinado grupo social o de un país. Las características del virus hacen que las lógicas con las que estábamos acostumbrados a dividir o clasificar la realidad desaparezcan. La pandemia no conoce de adjetivos ni fronteras y nadie puede pensar en arreglárselas solo. Todos estamos afectados e implicados.” (Carta a los sacerdotes. Mayo 2020)

Esta situación de escala mundial que nos ha descolocado, quizás sea también un signo de los tiempos, un empujón para comenzar caminos nuevos, para dejarnos desinstalar por el Espíritu y buscar juntos aquello que el Espíritu nos está diciendo como Iglesia en este tiempo particular.

Podemos dejar que lo que sucede oscurezca nuestro corazón y nuestro horizonte, o plantearnos qué nuevos desafíos llegan para nuestra vocación de discípulos y testigos del Resucitado.

Dios, el Eterno llamante, nos sigue llamando por el nombre a cada uno de nosotros. Nos sigue preguntando: ¿me amas más que estos? Para respondernos con amor: apacienta a mis ovejas, apacienta mi rebaño.

Por eso reconocemos también signos luminosos:

Las distintas iniciativas de solidaridad que se organizaron para cubrir las necesidades básicas de las familias más carenciadas. Las búsquedas que realizamos para llegar a las comunidades, con las posibilidades que estaban al alcance, utilizando los diversos medios de comunicación y las redes sociales, para llevar una palabra de esperanza. La solidaridad entre las comunidades, para sostenerse mutuamente. La fuerza creativa de los jóvenes, que se pusieron a disposición para sacar adelante tantos proyectos.

La dedicación y el esfuerzo de las catequistas para llegar a todos los catecúmenos.

Sin duda, el sentido de comunión y de misión nos ayudó para que el Evangelio de la caridad y de la vida no quedara en cuarentena.

La situación actual, para el anuncio del Evangelio, nos plantea varias preguntas:

¿Cómo evangelizar en estos tiempos de pandemia?
¿Cómo realizar una propuesta creativa y actual del Evangelio, que no sea solo correr detrás de las corrientes devocionales del presente?
¿Por dónde nos quiere guiar el Espíritu en esta hora de la humanidad?
¿Nos entregamos por el “rebaño” o nos contentamos con propuestas que solo gratifican nuestra sed de reconocimiento y de éxito personal?
¿Cómo tener una respuesta significativa y llena de sentido, a las búsquedas actuales de los hombres y mujeres de hoy?
El Señor nos sigue invitando a reconocer el trigo que se abre espacio de vida aún en medio de la cizaña, y que anhela ser pan partido para alimentar hoy. Nos sigue invitando a dejarlo todo para seguirlo, sin excusas, sin demora, sin fáciles atajos que eviten la cruz para alcanzar la santidad y la fidelidad.

Queridos sacerdotes: Jesús nos invita a renovar la entrega y la generosidad de cada día, a experimentar su amor fiel que nos unge y nos sostiene en cada jornada.  A construir comunidad y sentir el gozo y la confianza depositada en nosotros para poder decir cada día: yo te absuelvo, esto es mi cuerpo, es mi sangre…

Queridos diáconos: En ustedes se ha derramado el don del Espíritu, para colaborar en la formación y animación de las comunidades. Su ministerio está llamado a realizarse en las “fronteras de la Iglesia”, en los barrios y capillas, donde desarrollan su ministerio pastoral. Sean, como dice el Papa, “los guardianes del servicio en la Iglesia”, especialmente a los más necesitados.

Queridos hermanos y hermanas:

Como les decía al comenzar mi misión pastoral en la Diócesis, queremos avanzar como Iglesia Sinodal. Esto implica una comunidad que discierne, que busca escuchar al Espíritu que nos habla en la Palabra y en la historia. Que nos pone a la escucha de los hermanos, no para juzgar, sino para construir juntos.

La Sinodalidad es un antídoto contra el individualismo y nos ayuda a apreciar lo bello de la comunidad. Es una de las expresiones de la comunión. Es el modo de expresar la corresponsabilidad y la participación de todos en la vida y en la misión de la Iglesia diocesana. Es la experiencia que favorece que cada persona y cada realidad local encuentre su lugar, su responsabilidad, su aportación única y específica al conjunto.

Caminar juntos no es una empresa fácil, tanto para la Iglesia como para la sociedad, todos tenemos necesidad de entrenarnos en este ejercicio tan vital para el futuro. Por eso, para avanzar de este modo, nos ayudará cultivar una espiritualidad de la comunión, la práctica de la escucha, el diálogo, el perdón y el discernimiento comunitario.

La Sinodalidad es generativa, nos acerca a la realidad con la disposición para aprender e involucrarse. Es un proceso, vivido en la tensión entre avanzar y permanecer juntos, por eso es también fatigosa. Requiere espiritualidad evangélica y pertenencia eclesial, formación permanente, disponibilidad al acompañamiento, sin olvidar la creatividad.

No se trata solo de consultar más adecuadamente al Pueblo de Dios, sino de reconocerlo habitado por la presencia del Espíritu, yendo al encuentro de las distintas realidades culturales presentes en nuestra sociedad con un dinamismo evangelizador, sin dejarse homologar a la mentalidad y a las ideologías que deshumanizan.

El salto cualitativo que representa la Sinodalidad consiste ante todo en la vivencia más consciente del Único Espíritu que anima y mueve a todos y cada uno por gracia y según el propio carisma. Ella se enriquece con los frutos de los diferentes carismas presentes en la comunidad diocesana.

Una Iglesia Sinodal supone que la misión sea, ante todo, un testimonio, un ser testigo junto al Misionero primero y principal que es el Espíritu Santo.

¡Cuántos testimonios de solidaridad y servicio hemos visto en este tiempo! Y esto sabemos que no es improvisado, surge de comunidades que viven el Evangelio y se dejan interpelar por Jesús.

Queremos seguir adelante como Iglesia en salida, una Iglesia que sale al encuentro, sin bastón y sin alforja, solo con la confianza puesta en el Evangelio, en la presencia de Jesús que nos sostiene y nos muestra el camino.

Jesús nos vuelve a decir: Vayan a la otra orilla (Mc. 4, 35).

No sabemos qué hay o qué nos espera allí, pero sabemos que vamos con Jesús, en su barca, en su comunidad de discípulos que es la Iglesia, con la mirada puesta en Él, guiados por el viento del Espíritu. El ardor evangelizador nos debe tener inquietos mientras sepamos que hay hermanos y hermanas a los que no se les ha anunciado el Evangelio.

Como nos dice el Papa Francisco:

“No le tengamos miedo a los escenarios complejos que habitamos porque allí, en medio nuestro, está el Señor; Dios siempre ha hecho el milagro de engendrar buenos frutos (cf. Jn 15,5). La alegría cristiana nace precisamente de esta certeza. En medio de las contradicciones y de lo incomprensible que a diario debemos enfrentar, inundados y hasta aturdidos de tantas palabras y conexiones, se esconde esa voz del Resucitado que nos dice: «¡La paz esté con ustedes!”

“Si una presencia invisible, silenciosa, expansiva y viral nos cuestionó y trastornó, dejemos que sea esa otra Presencia discreta, respetuosa y no invasiva la que nos vuelva a llamar y nos enseñe a no tener miedo de enfrentar la realidad.” (Carta a los Sacerdotes, 2020)

Una Iglesia Sinodal es una Iglesia joven, que opta por los jóvenes, que confía en los jóvenes. Por eso recibe la alegre novedad de las nuevas generaciones y no se anquilosa en viejas estructuras, en la falta de sueños y de horizontes. Es una Iglesia capaz de vivir y contagiar esperanza. Donde surgen nuevas vocaciones.

Tenemos que hacer nuestro lo que el Papa dice a los jóvenes:

“Queridos jóvenes, seré feliz viéndolos correr más rápido que los lentos y temerosos. Corran «atraídos por ese Rostro tan amado, que adoramos en la Sagrada Eucaristía y reconocemos en la carne del hermano sufriente. El Espíritu Santo los empuje en esta carrera hacia adelante. La Iglesia necesita su entusiasmo, sus intuiciones, su fe. ¡Nos hacen falta! Y cuando lleguen donde nosotros todavía no hemos llegado, tengan paciencia para esperarnos». (Christus vivit, 299)

La presencia maternal de María y la devoción mariana sirven de guía permanente a la gente que camina junta, con sentido de ternura y misericordia y les ayuda a seguir a Jesús y permanecer en la esperanza a pesar de las condiciones adversas, las injusticias, la degradación de la casa común, la corrupción y las migraciones forzadas que siembran inseguridad y muerte.

Por eso nos encomendamos a Ella. Que María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, hoy nos ampare y nos renueve a todos en la alegría de la vocación y del servicio.  Amén.