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Iglesia en Uruguay celebró el Bicentenario del Nacimiento de su Primer Obispo, Mons. Jacinto Vera

By 05/07/2013julio 12th, 2013No Comments

En ocasión de celebrarse el 3 de julio el Bicentenario del nacimiento del Primer Obispo uruguayo, Mons. Jacinto Vera, los Obispos del Uruguay concelebraron la Eucaristía en la Catedral Metropolitana donde se veneran los restos del Siervo de Dios.

La Misa, presidida a las 19:30 hs por el Arzobispo de Montevideo, Mons. Nicolás Cotugno, contó con la presencia de decenas de sacerdotes, diáconos, seminaristas y fieles. La homilía estuvo a cargo del Obispo Auxiliar de Montevideo, Mons. Daniel Sturla.

En esta fecha se evocó el nacimiento del Siervo de Dios nacido en 1813, en pleno Océano Atlántico, frente a las costas de Brasil, cuando su familia se dirigía al Uruguay desde las Islas Canarias.

Jacinto Vera fue el primer Obispo del Uruguay, cuya causa de canonización fue introducida por la iglesia peregrina en Uruguay, y su postulación fue encomendada al Obispo de Canelones, Mons. Alberto Sanguinetti.

Mons. Sturla en su homilía iluminó las palabras del Evangelio, además de referirse a la historia y las virtudes de Mons. Vera. “Hoy recordamos a quien fue capaz de llenar con la alegría de Cristo el Uruguay entero”, expresó Mons. Sturla. En la primera parte de su homilía se centró en la historia de Jacinto, su familia, sus estudios, intercalando algunas frases del Evangelio de ese día, correspondiente a San Juan, donde se narra el testimonio del apóstol Tomás y su encuentro con Jesús Resucitado.

Seguidamente hizo alusión al destierro sufrido por Mons. Vera (1862-1863), evocando algunas citas del testimonio personal que daban muestra del dolor y el sufrimiento padecido en este tiempo. Mons. Sturla destacó en su homilía a Don Jacinto como el “padre del clero nacional” ya que fue uno de los principales impulsores del seminario, de las vocaciones y mostró siempre una cercanía especial para con sus sacerdotes.

Al final de su reflexión, Mons. Sturla mencionó el momento que vive hoy la Iglesia, entre lo que ha significado la renuncia de Benedicto XVI y la elección del Papa Francisco. Citando palabras del actual Pontífice, el Obispo comentó el discurso pronunciado por el Papa Francisco a los Nuncios Apostólicos, en el que hablaba de los atributos de los pastores, talentos y dones que, a su entender, estaban muy presentes en Don Jacinto. Para concluir deseó fervientemente que en poco tiempo la Iglesia uruguaya pueda venerar a Mons. Jacinto como santo.

Al finalizar la Eucaristía, Mons. Cotugno entregó a todos los Obispos uruguayos un recuerdo de Mons. Jacinto Vera, consistente en una “mascarilla” de tamaño real, obra del escultor Ramón Cuadra.

Antes de la bendición final, los celebrantes y los feligreses rezaron a los pies del monumento que alberga los restos del Siervo de Dios la oración en la que se pide su intercesión ante el Señor.

Texto de la homilía de Mons. Daniel Sturla

Queridos Hermanos:

En la oración de esta Misa, le decíamos al Señor: “Concédenos alegrarnos en la fiesta del Apóstol Santo Tomás”. Este gozo para nosotros hoy está multiplicado por el recuerdo de los 200 años del nacimiento de quien fue capaz de llenar de la alegría de Cristo el Uruguay entero.

 ¡¡¡¡El cristianismo es alegría!!!!!  Esta afirmación del Beato Juan Pablo II me viene al corazón en este día, en esta santa catedral de Montevideo, que fue  la sede de Mons. Jacinto Vera, y donde sus restos esperan la resurrección final.

Es la alegría de la fe!!!!

“¡Señor mío y Dios mío!”, es la exclamación   del Apóstol, cuando el  Señor Resucitado le muestra las llagas gloriosas de la pasión, transformadas en piedras preciosas, por la acción del Espíritu Santo. De ese modo el apóstol de la duda pronuncia la más hermosa expresión de fe.

No estamos solos, abandonados, perdidos, ¡El Señor está con nosotros!

Cuando hace 200 años, en un barco proveniente de las Islas Canarias con varias familias que venían a probar mejor fortuna a este lado del  Atlántico, llegó la hora de dar a luz a Josefa Durán, la joven esposa de Gerardo Vera, seguramente  estos padres creyentes se habrán animado con palabras de fe: “El Señor está con nosotros.” “¡Señor mío y Dios mío!” Ese mar que durante siglos había sido llamado “tenebroso”, fue el sitio elegido por el Señor para que esta buena mujer cristiana diera a luz a Jacinto… Nos la imaginamos en la ansiedad de la hora… pero la confianza en la providencia de Dios le habrá dado serenidad y paz. Qué alegría  alumbrar, en esas condiciones, a un hijo sano, que se unía así a sus tres hermanos  mayores. Teniendo como primera patria el océano, Jacinto fue bautizado en la isla de Santa Catalina, en una iglesia que lleva el título de “Nuestra Señora del Destierro”, casi como una premonición de lo que le tocaría vivir años después al Vicario Apostólico del Uruguay. La Virgen que va desterrada a Egipto junto a José y al Niño Dios. Allí recibió el hijo de Gerardo y Josefa, en las aguas del Bautismo, el don de la fe y la vida eterna.

La alegría de la fe es la alegría del pueblo cristiano. “Ustedes –decía la primera lectura ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”. El pueblo cristiano  conoce que “toda tierra extraña le es patria y que toda patria le es extraña”. Y un cristiano, amando el suelo donde nace, se sabe, en todas partes,  en la tierra de su Padre,  viviendo así la alegría profunda de ser HIJO, “conciudadano de los santos y miembro del pueblo de Dios”

Decía un sacerdote amigo al Cura Rural de Bernanos: “Voy a definirte un pueblo cristiano explicándote su réplica contraria. Lo opuesto a un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos.”

La familia Vera Durán llegó a destino en tierra oriental después de unos años de permanencia en Brasil  porque nuestro suelo se encontraba en medio de las luchas de la independencia.  Se instalan en Maldonado, luego será en Toledo. Jacinto aprenderá el duro trabajo campesino, una vida austera y sacrificada, pero también el consuelo de ver los frutos del trabajo familiar, el sencillo gozo de ganarse el pan de cada día.

El Uruguay al que se integraban no era ciertamente un pueblo triste ni de viejos. Tenía las contradicciones de una patria que nacía en medio de muchas dificultades. El Uruguay criollo del siglo XIX, con toda la problemática de un país en ciernes, dividido por las guerras y por los ejércitos de los vecinos que nos robaban dignidad y territorio, era también un país de promisión. Un Uruguay donde la población se multiplicó por  14 en 70 años, una tierra que atraía emigrantes hasta ser llamada la “California del sur”…  Esta patria en formación, en continuo progreso, a pesar de las dificultades y divisiones que vivía, era básicamente cristiana.

Si la Iglesia no tuvo en nuestra tierra la fuerza que en otras regiones de América, por su pobreza, por la escasez de clero, por la ausencia durante años de vida religiosa, por la falta de un obispo, el ambiente de cristiandad permeaba a sus habitantes, que vivían entonces una religiosidad sencilla. Por otro lado, la Constitución del Estado de 1830 había sido escrita como decía en su proemio: “En nombre de Dios Todopoderoso, Supremo Legislador del Universo…”

En ese contexto Jacinto formará su carácter de joven cristiano. A los 19 años, participando en unos ejercicios espirituales oirá la llamada del Señor a seguirlo en la vocación sacerdotal.  Para una familia campesina de escasos recursos era difícil que un hijo pudiera costearse los estudios para poder acceder al sacerdocio, pero allí se encontraba la voluntad indomable de Jacinto, su confianza en la Providencia. Contó con el apoyo de sus padres y hermanos que veían con alegría la vocación de un hijo. El Presbítero Lázaro Gadea le enseñará latín y humanidades. A caballo iba Jacinto desde la chacra familiar de Toledo hasta la Parroquia de Peñarol. Con penetrante inteligencia  absorbía esa formación primera que lo encaminaba al altar.

En su preparación no faltaron vicisitudes diversas, como  la leva del ejército y su posterior licenciamiento, cuando sus jefes se enteraron que ese “soldado que leía libros”, quería ser sacerdote. Por fin, en Buenos Aires, después de estudiar en el colegio de los jesuitas, es ordenado sacerdote y celebra su primera Misa el 6 de junio de 1841.

Jacinto experimentó entonces la alegría de ser “tomado de entre los hombres para ser constituido a favor de los hombres en las cosas que a Dios se refieren” (Hb 5,1)

Conocerá ahora la alegría del apóstol… ésa que está reflejada en la expresión pascual del evangelio de hoy: “¡Hemos visto al Señor”

A lo largo de su vida apostólica como cura en la Villa de Guadalupe de Canelones, como Vicario Apostólico y Obispo, el Siervo de Dios manifestó siempre esa alegría de corazón. Esa alegría que viene de Dios, que es el sello de la presencia del Espíritu Santo. Dice el Padre Lorenzo Pons, su primer biógrafo: “estaba siempre de buen humor, conservaba la serenidad e intrepidez de que Dios le dotara, y andaba entre peligros seguros y ciertos sin que el temor anidara en su pecho animoso…”

Esta alegría anidaba en “ese pecho animoso que no conocía el temor”, tenía la  parresía del apóstol que es audaz cuando se trata de anunciar el evangelio. En una de las misiones se cuenta que se habían complotado entre varios para arruinar la predicación. Azuzaron a algunos y en la noche se había formado un gentío que insultaba y profería amenazas. En la casa donde se hospedaban Vera y los misioneros, el miedo se iba apoderando de todos, menos de Jacinto. El Obispo se mantenía calmo, dice Pons: “Quieto y sereno pidió que le trajesen un palo de los que había en la cocina para hacer fuego; dispuso que se retiraran todos los de la casa al fondo de ella; hizo apagar las luces y que se abriera la puerta, quedándose él en el patio. Con esto conocieron los alborotadores que el Obispo no era hombre maula, como llaman los paisanos de esta tierra al cobarde, y que en el caso de verse acometido por ellos, sabría sacar buen ánimo y esfuerzo (…) Aquellos guapos encogieron las alas, se les fue la pasión y alteración del cerebro y se apaciguó el bullicio pudiendo continuarse los ejercicios y funciones de la misión hasta terminarla tranquilamente”

Alegre, sereno, porque confiado en la Providencia de Dios y también valiente por educación y por gracia.

Vayamos a su propio testimonio. El momento quizás más doloroso de su vida fue cuando, por defender los derechos de la Iglesia frente al gobierno que pretendía ejercer un supuesto derecho de patronato, es desterrado. El entonces Vicario Apostólico escribe una carta pastoral y la firma antes de embarcarse hacia Buenos Aires. Allí dice: “Al obedecer en ese concepto la ordenación de nuestro gobierno, que nos intima al destierro o expatriación… obedecemos marchando a cumplir aquél mandato por más inmotivado que nos parezca sin llevar una sola gota de hiel en el corazón, sin que nos acompañe otra pena que los males de nuestra Iglesia, y así que por eso no dejamos de sobreabundar en gozo, en razón de que padecemos, no por nuestra causa, sino por la causa de Jesucristo” (8 de octubre de 1862)

Ésta es la talla de los santos. En los momentos de cruz se vive el gozo de vivir y sufrir por Cristo.

Éste es nuestro Siervo de Dios. Es aquel que al ser nombrado Vicario Apostólico acepta, pero escribe después al Santo Padre: que Su Santidad “no olvidase que había nombrado de Vicario Apostólico en Montevideo a un pobre sacerdote sin luces, sin experiencia y con pocas virtudes, y con sólo buenos deseos. Estos Santísimo Padre, estarán, Dios mediante, siempre en acción, acaso desacertados; pero no dudo serán considerados con la benignidad que caracteriza al actual Padre común de los fieles”.

Esos buenos deseos, mociones del Espíritu Santo, habían transformado a ese “pobre sacerdote sin luces” en un apóstol valiente, defensor de los derechos de la Iglesia, instruidísimo en el derecho canónico, pero que además sentía el gozo de sufrir por Cristo y por la Iglesia: “no dejamos de sobreabundar en gozo”…

No fue fácil el tiempo en Buenos Aires, supo de traiciones, de algunos que jugaron a sus espaldas. Su humildad, por ser verdadera, estaba unida al coraje, a la defensa de su postura como Vicario, que era la forma de custodiar como padre solícito, a la misma Iglesia y su dignidad.

Esta alegría propia de los mártires, es la que brota de la única fuente: el Corazón de  Jesús que se sabe amado por el Padre. Jacinto se identifica así con Cristo Jesús, con ese Sagrado Corazón al que consagrará la República el 4 de junio de 1875 y especialmente a los niños con una concentración de 6.000  chicos en esta misma Catedral dos años después.

Esta alegría mantenida incluso en momentos de tensión o de cruz era espontánea y chispeante y se manifestaba en un constante buen humor. Dice su primer biógrafo: “En el episcopado acabó de revelar su alma candorosa, su corazón caritativo, su genio chispeante, su inagotable buen humor y una índole sencilla y bondadosa”

Cuando recibe  a los primeros salesianos que venían enviados por Don Bosco, es ésta una de las características que el entonces Padre Lasagna describe en una hermosa carta al fundador de los salesianos: “Mons. Jacinto Vera … habla y conversa con una hilaridad que nunca cansa. Ya sentado junto a nosotros, ya paseando por la sala después que percibió que se había ganado nuestra confianza, no cesaba de provocar con cien preguntas al pobre Adán que (…)  se esforzaba por sacar a relucir sus conocimientos de lengua española, despertando tanta alegría que el grupo se deshacía de risa”.

 

Este gozo es la alegría del amor. Amor a los pobres, a los que daba hasta su ropa, a los que visitaba en sus propias casas, a los que socorría en las necesidades. Amor a los enfermos, manifestado especialmente en la epidemia de cólera de 1869 cuando el pueblo vio al Vicario, ya consagrado obispo, recorriendo las calles, atendiendo personalmente a los enfermos y organizando a los voluntarios que llenos de coraje se animaban a asistir a aquellos que más necesitaban.

Es la alegría del amor para atender  a los heridos de nuestras guerras civiles. Cuando la heroica defensa de Paysandú no le permiten entrar en la ciudad sitiada, y se instala en la isla donde muchos pobladores se habían refugiado. Una isla que a partir de entonces  se llamará “de la Caridad”.

Es el amor a su clero, por el que se desvivió. Se lo puede llamar con justicia padre del clero nacional. Una de sus mayores alegrías fue la fundación del Seminario. Acompañó a los sacerdotes en dificultad y perdonó de corazón a  aquellos que lo habían traicionado. Procuró su formación especialmente a través de los ejercicios espirituales y enviando a varios a completar sus estudios en Roma.

Es el amor a la Iglesia, a su Esposa, a la Iglesia de Montevideo que nació de su mano, con la erección del Obispado, que tenía como jurisdicción el Uruguay entero. Amor a la Iglesia universal, al Papa, al que tuvo el gozo de visitar, por el que recorrió valientemente la Roma invadida por las tropas garibaldinas, para expresarle su aliento.  Mons. Vera fue en aquel año 1870 padre conciliar del Concilio Vaticano I, votando convencido a favor de la infalibilidad pontificia.

Amor a los laicos  que fue preparando para el “combate de la fe” y con los que fundó el Club Católico, primicia de la organización de nuestro laicado, e impulsó con ellos la prensa católica.

Amor a la vida religiosa. Procuró la llegada de varias órdenes y congregaciones. Protegió a las Hermanas Salesas y del Huerto que ya se  encontraban entre nosotros. Confió el Seminario a la Compañía de Jesús, alentó la llegada de los Vascos, de los Capuchinos , de los Salesianos, de las Hermanas Vicentinas,  Dominicas, Buen Pastor, Salesianas…

Jacinto triunfará por María

Había aprendido en su hogar la devoción a la Santísima Virgen. Era devoto de la Virgen del Carmen pero especialmente de la Dolorosa. Al crear su escudo como Vicario Apostólico puso el corazón de María traspasado por la espada y a sus lados un jacinto y una palma, significando: Jacinto triunfará por María.

La Virgen lo acompañó a lo largo de sus caminos, de sus misiones, que le hicieron recorrer tres veces el Uruguay entero, en tiempo de caballo y diligencias, por caminos que apenas existían, cruzando ríos y arroyos donde aún no había puentes. Viviendo austeramente, pasando de la predicación al confesonario, celebrando casamientos, confirmando a miles de paisanos.

Como dijo Juan Zorrilla de San Martín: “Me parece que con Mons. Vera se santificará nuestro Uruguay querido, a quien él amó tanto y sirvió y evangelizó. Nadie lo ha querido más que él; nadie lo ha servido más”.

Es la alegría de este momento eclesial

Decía la primera lectura de la Misa: “Ustedes están edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo.”

En su Providencia  Dios ha querido regalar a nuestra Iglesia en el Uruguay, el sólido cimiento apostólico de un obispo santo. ¡Qué base firme para trabar esta construcción en la piedra angular que es Cristo y edificar así el templo santo de Dios!

Si miramos nuestro presente, percibimos que este bicentenario lo estamos viviendo en un momento intenso de la vida de la Iglesia.

La sorpresa que ha sido para todos la renuncia del papa Benedicto y la feliz irrupción del Espíritu con la elección del Papa Francisco, nos llena de esperanza. Cuando el Santo Padre describe al Pastor que tiene en su corazón, parecería que estuviera describiendo la vida de este buen pastor que el Señor puso como primer obispo del Uruguay, Padre de nuestra Iglesia, cimiento apostólico de este templo santo.

Decía hace pocos días el Papa Francisco a los Nuncios de todo el mundo,  reunidos en Roma,  en un discurso que, como lo subrayó, fue escrito por él mismo:

“En la delicada tarea de llevar a cabo la investigación para los nombramientos episcopales, estad atentos a que los candidatos sean pastores cercanos a la gente: este es el primer criterio. (…) Que sean padres y hermanos, que sean mansos, pacientes y misericordiosos; que amen la pobreza, interior como libertad para el Señor, y también exterior como sencillez y austeridad de vida; que no tengan una psicología de «príncipes». Estad atentos a que no sean ambiciosos, que no busquen el episcopado; (…) Que sean capaces de «guardar» el rebaño que les será confiado, o sea, de tener solicitud por todo lo que lo mantiene unido; de «velar» por él, de prestar atención a los peligros que lo amenazan; pero sobre todo capaces de «velar» por el rebaño, de estar en vela, de cuidar la esperanza, que haya sol y luz en los corazones; de sostener con amor y con paciencia los designios que Dios obra en su pueblo. (…)”.

El Siervo de Dios Jacinto Vera parece descrito en este discurso del Papa Francisco. Veló por su pueblo hasta último momento, muriendo en plena misión apostólica en Pan de Azúcar.  Que siga velando por nosotros, por este Iglesia santa. Que vivamos la alegría de la fe, la alegría apostólica, el gozo de sabernos amados por el Padre en el Corazón de Jesús y de María.

 Y que para gloria de Dios y alegría del pueblo cristiano podamos verlo pronto entre los santos. Así sea.