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Mons. Pablo Galimberti
Obispo emérito de Salto

Josef Ratzinger alcanzó un lugar destacado en la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. Sus enseñanzas ofrecen claves para reformar la iglesia y enfrentar los dilemas de la cultura contemporánea. El cardenal Meisner, que conocía su gusto por el piano, lo llamó “el Mozart de la Teología”. Por la claridad de sus ideas y por la profundidad que estimula a seguir buceando. Su mente abierta queda patente por los autores antiguos como modernos, cristianos o judíos que explora.

Su afán ha sido buscar siempre la verdad. No modas ni aplausos. Escribe en su autobiografía: “no quería moverme sólo en una filosofía envasada… sino entenderla como interpelación: ¿qué somos realmente?” Y sobre todo buscaba familiarizarse con la filosofía moderna. Supo ser moderno y crítico. Su rostro sereno esbozando una sonrisa contagiaba paz. La primera vez que dialogamos mano a mano con ocasión de la visita quinquenal que corresponde a los obispos, me sorprendió su sencillez e interés por escuchar. Lejos de posturas “sabiondas” y burocráticas que son más de lo mismo.

La pasión por la verdad y su crítica a los postulados dogmáticos del positivismo y relativismo deben mucho a las lecturas de Newman. Pero el autor preferido en su juventud fue San Agustín, que lo acompañó toda su vida e intentó ponerlo en diálogo con el pensamiento contemporáneo. “En sus obras –decía– podemos encontrar todas las cimas y profundidades de lo humano, todas las preguntas e indagaciones que todavía nos conmueven.”

Arte, ciencia y filosofía fueron sus fuentes de inspiración. Pero el centro de sus búsquedas fue siempre la Fe. Esa mirada nueva permite dejarnos “tocar” por el Señor.

Ratzinger desconfiaba de las limitaciones de la razón en sus versiones científicas, positivistas y racionales. Estaba convencido de las consecuencias negativas de todos los reduccionismos.

Sus largos años de docencia hicieron que muchos especularan que sería un catedrático que explica y enseña. No lo conocían. Su actitud era cercana y muy atenta al interlocutor. Ratzinger advierte que el ser humano, al verse abandonado por la ciencia, que ya no puede prometerle respuestas para todas sus preguntas y al tener que limitarse a lo empíricamente demostrable, su horizonte se achica. Las profecías de un mundo sin Dios comienzan a demostrar que la cuestión de la fe en Dios no es un asunto teórico; afecta la felicidad de toda la vida.

Escuchar a Benedicto contagiaba paz y serenidad. Sin prisa, algo tímido, como esperando nuestra pregunta. Después venían sus respuestas relacionadas con nuestros planteos. La verdad no está encajonada. Sus huellas seguirán vivas, como manantiales, en sus libros. Pero mucho más en su rostro amable, esbozando una tímida sonrisa que brota del corazón, capaz de escuchar, adivinar y sugerir caminos.


Columna publicada en EL OCTAVO DÍA
Diario El Pueblo (Salto) 8/01/2023