Iniciemos con una premisa general. El escritor católico inglés Gilbert K. Chesterton afirmaba: «Toda la iconografía cristiana representa los santos con los ojos abiertos sobre el mundo, mientras que la iconografía budista representa todo ser con los ojos cerrados». Se trata, por tanto, de dos diferentes tipologías que tocan nuestro tema. Por una parte, tenemos una concepción más exquisitamente trascendental, absoluta, que busca, cerrando los ojos, ir más allá del mundo, la historia, el tiempo y el espacio, con su fragilidad, su finitud, sus límites, su pesantez.
Por otro lado, en cambio, está la visión cristiana profundamente imbricada dentro de la sociedad y de la cultura, hasta tal punto que constituye una presencia imprescindible, a veces incluso explosiva. En efecto, como es sabido, la tesis central del cristianismo está en la encarnación: «El Verbo se hizo carne» (Juan 1,14, uno-catorce). Se trata de una contraposición radical respecto a la concepción griega que no admitía que el lógos se confundiera, se difuminase introduciéndose en la sarx, la carne, o sea la historia. En el cristianismo se da, en cambio, una intersección entre fe e historia y, por eso, un contacto entre religión y política.
Pues bien, para desarrollar el tema aunque sea de manera simplificada, proponemos una breve reflexión sobre la substancia religiosa del tema que se ha desarrollado en este encuentro.
Existe, pues, un principio fundamental para el cristianismo y para todas las otras religiones, aunque con diversos acentos. Acudamos a la Escritura que, en sus primeras páginas nos ofrece un retrato del ser humano en su relación hombre-mujer. En el capítulo 2,dos del Génesis la verdadera hominización no se da sólo con el aliento vital, dado por Dios, que hace a la creatura trascendente; ni tampoco sólo con el homo technicus que «da el nombre a los animales», o sea, se dedica a la ciencia y al trabajo.
El hombre es verdaderamente completo en sí cuando encuentra – como dice la Biblia – «una ayuda adecuada», en hebreo kenegdô, literalmente “que le esté de frente” (2,18.20, dos-dieciocho y veinte). El hombre, por lo tanto, tiende hacia lo alto, lo infinito, lo eterno, lo divino según la concepción religiosa y puede tender también hacia lo bajo, hacia los animales y la materia. Pero deviene verdaderamente sí mismo sólo cuando se encuentra con “los ojos en los ojos” del otro. Ahí aparece el tema del rostro. Cuando encuentra a la mujer, es decir, a su similar, puede decir: «Esta es verdaderamente carne de mi carne, hueso de mis huesos» (2, 23, dos-veintitrés), es mi misma realidad.
Aquí tenemos un punto cardinal que formulamos con un término moderno, cuya esencia está en la tradición judeocristiana, es decir, “el principio de solidaridad”. El hecho de que todos somos “humanos” se expresa en la Biblia con el vocablo “Adán”, que en hebreo es ha-’adam con el artículo (ha-) y significa simplemente “el hombre”. Por eso, existe en todos nosotros una “adamicidad” común. El tema de la solidaridad es, entonces, estructural a nuestra realidad antropológica básica. La religión expresa esta unidad antropológica con dos términos que son dos categorías morales: justicia y amor. La fe asume la solidaridad, que está también en la base de la filantropía laica, pero va más allá. En efecto, siguiendo el Evangelio de Juan, en la última noche de su vida terrena Jesús pronuncia una frase estupenda: «No hay amor más grande de aquél que da la vida por la persona que ama» (Juan 15, 13, quince-trece).
Es mucho más de cuanto se declaraba en el libro bíblico del Levítico, que incluso Cristo había citado y acogido: «Ama tu prójimo como a ti mismo» (19, 18, diecinueve-dieciocho). En las palabras de Jesús antes citadas retorna aquella “adamicidad”, pero con una tensión extrema que explica, por ejemplo, la potencia del amor de una madre o de un padre, dispuestos a dar la propia vida para salvar al hijo. En tal caso, se va también contra la misma ley natural del amarse a sí mismo, del “egoísmo”, aun legítimo, enseñado por el libro del Levítico y de la ética de muchas culturas, se va más allá de la pura y simple solidaridad. Evitando largos análisis, aunque necesarios, ilustramos ahora simbólicamente en clave religiosa las dos virtudes morales de la justicia y del amor con dos ejemplos recogidos de culturas religiosas diversas.
El primer ejemplo es un texto sorprendente respecto a la justicia: «La tierra [es el tema del destino universal de los bienes, y por tanto de la justicia] fue creada como un bien común para todos, para los ricos y los pobres. ¿Por qué, entonces, los ricos se arrogan un derecho exclusivo sobre el suelo? Cuando ayudas al pobre, tú, rico, no le das lo tuyo, sino que le das lo suyo. En efecto, la propiedad común que fue dada en uso para todos, tú solo la usas. La tierra es de todos, no sólo de los ricos, por tanto, cuando ayudas al pobre tú restituyes lo debido, no concedes un don tuyo». Verdaderamente sugestiva esta declaración que procede del siglo IV y fue formulada por Ambrosio de Milán en su escrito De Nabuthe.
Este fuerte sentido de la justicia debería ser una amonestación y una espina que la fe clava en el costado de la sociedad, el anuncio de una justicia que se actúa en el destino universal de los bienes. Éste no excluye un sano y equitativo concepto de propiedad privada que, sin embargo, sigue siendo siempre un medio – frecuentemente contingente e insuficiente – para llevar a cabo el principio fundamental del don universal de los bienes a la entera humanidad por parte del Creador. En esta línea, queriendo recurrir una vez más a la Biblia, es espontáneo escuchar la voz autorizada y severa de los Profetas (léase, por ejemplo, el potente librito de Amós con sus puntuales y documentadas denuncias contra las injusticias de su tiempo).
El segundo testimonio que queremos evocar tiene que ver con el amor y, con el espíritu de un diálogo interreligioso, lo sacamos del mundo tibetano, mostrando así que las culturas religiosas, aun diversas, tienen en el fondo puntos de encuentro y de contacto. Se trata de una parábola donde se imagina una persona que, caminando en el desierto, avista en la lejanía algo confuso. Por ello, comienza a tener miedo, dado que en la soledad absoluta de la estepa una realidad oscura y misteriosa – quizá un animal, una fiera peligrosa – no puede dejar de inquietar. Avanzando, el viandante descubre que no se trata de una bestia, sino más bien de un hombre. Pero el miedo no pasa, al contrario, aumenta al pensar que esa persona pueda ser un salteador. No obstante, debe seguir hasta cuando se halla en presencia del otro. Entonces el viandante alza los ojos y, sorprendentemente, exclama: «¡Es mi hermano, que no veía en muchos años!».
La lejanía genera temores y angustias; el hombre debe acercarse al otro para vencer ese miedo, por más comprensible que sea. El rechazo a conocer al otro y a encontrarlo equivale a renunciar a aquel amor solidario que disuelve el terror y genera la verdadera sociedad. Aquí florece el amor que es el más alto llamado del cristianismo para la edificación de una polis diversa (resulta obvio remitir aquí al célebre himno paulino del agápe-amor presente en el capítulo 13,trece de la Primera Carta a los Corintios).
Esta sencilla consideración que hemos desarrollado de manera discursiva no agota, ciertamente, la complejidad de las relaciones ni las tensiones mismas que transcurren entre economía, ética y sociedad. En el centro, en efecto, está siempre la persona humana en su dignidad, en su libertad y autonomía, pero también en su relación con lo externo, y por ende, hacia la trascendencia. Mantener juntas las diversas dimensiones de la creatura humana en el ámbito de la vida social y política es frecuentemente difícil y la historia hospeda una constante certificación de las crisis y las laceraciones.
Y sin embargo, la necesidad de tener juntas “simbólicamente” (συν-βάλλειν) estas diferencias es indiscutible si se quiere edificar una sociedad auténtica, no fraccionada “diabólicamente” (δια-βάλλειν) en fragmentos fundamentalmente opuestos el uno al otro. Es lo que delineamos sintéticamente, en conclusión, recurriendo a otro testimonio de índole ético-religiosa sacado también de una cultura diversa de la nuestra occidental. Nos referimos a un septenario propuesto por Gandhi que define de modo fulminante esta “simbolicidad” de valores necesaria para impedir la destrucción de la convivencia social.
«El hombre se destruye con la política sin principios; el hombre se destruye con la riqueza sin fatiga y sin trabajo; el hombre se destruye con la inteligencia sin sabiduría; el hombre se destruye con los negocios sin moral; el hombre se destruye con la ciencia sin humanidad; el hombre se destruye con la religión sin fe [el fundamentalismo enseña]; el hombre se destruye con un amor sin el sacrificio y la donación de sí».