En El País de ayer, el Dr. Julio Ma. Sanguinetti escribió un equilibrado artículo sobre la despenalización del aborto. En él justifica la reciente ley, con un argumento en forma de imagen: así como una semilla es sólo eso, la semilla de un árbol, hasta las 12 semanas la mujer sólo tendría en su útero una «semilla», sólo potencialmente capaz de llegar a ser un hombre. De aquí que la mujer debería poder decidir sobre ella (sobre él).
Al terminar de leer la nota recordé al Dr. Jerôme Lejeune, el gran genetista francés, y encontré algo de lo mucho que escribió sobre el tema. Es un artículo de 1973 y, por lo que argumentó el Dr. Tabaré Vázquez en su momento, la ciencia no ha hecho más que corroborar lo que entonces afirmaba el ilustre sabio.
«La genética moderna se resume en un credo elemental que es éste: en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la vida y este mensaje es la vida». Este credo, verdadera paráfrasis del inicio de un viejo libro que todos ustedes conocen bien, es también el credo del médico genetista más materialista que pueda existir. ¿Por qué? Porque sabemos con certeza que toda la información que definirá a un individuo, que le dictará no sólo su desarrollo, sino también su conducta ulterior, sabemos que todas esas características están escritas en la primera célula. Y lo sabemos con una certeza que va más allá de toda duda razonable, porque si esta información no estuviera ya completa desde el principio, no podría tener lugar; porque ningún tipo de información entra en un huevo después de su fecundación.
Pero habrá quien diga que, al principio del todo, dos o tres días después de la fecundación, sólo hay un pequeño amasijo de células. ¡Qué digo! Al principio se trata de una sola célula, la que proviene de la unión del óvulo y del espermatozoide. Ciertamente, las células se multiplican activamente, pero esa pequeña mora que anida en la pared del útero ¿es ya diferente de la de su madre? Claro que sí, ya tiene su propia individualidad y, lo que es a duras penas creíble, ya es capaz de dar órdenes al organismo de su madre.
Este minúsculo embrión, al sexto o séptimo día, con tan sólo un milímetro y medio de tamaño, toma inmediatamente el mando de las operaciones. Es él, y sólo él, quien detiene la menstruación de la madre, produciendo una nueva sustancia que obliga al cuerpo amarillo del ovario a ponerse en marcha.
Tan pequeñito como es, es él quien, por una orden química, fuerza a su madre a conservar su protección. Ya hace de ella lo que quiere ¡y Dios sabe que no se privará de ello en los años siguientes!
A los quince días del primer retraso en la regla, es decir a la edad real de un mes, ya que la fecundación tuvo lugar quince días antes, el ser humano mide cuatro milímetros y medio. Su minúsculo corazón late desde hace ya una semana, sus brazos, sus piernas, su cabeza, su cerebro, ya están formándose.
A los sesenta días, es decir a la edad de dos meses, cuando el retraso de la regla es de mes y medio, mide, desde la cabeza hasta el trasero, unos tres centímetros. Cabría, recogido sobre sí mismo, en una cáscara de nuez. Sería invisible en el interior de un puño cerrado, y ese puño lo aplastaría sin querer, sin que nos diéramos cuenta: pero, extiendan la mano, está casi terminado, manos, pies, cabeza, órganos, cerebro… todo está en su sitio y ya no hará sino crecer. Miren desde más cerca, podrán hasta leer las líneas de su palma y decirle la buenaventura. Miren desde más cerca aún, con un microscopio corriente, y podrán descifrar sus huellas digitales. Ya tiene todo lo necesario para poder hacer su carné de identidad.
El increíble Pulgarcito, el hombre más pequeño que un pulgar, existe de verdad; no se trata del Pulgarcito del cuento, sino del que hemos sido cada uno de nosotros.
Pero dirán que hasta los cinco o seis meses su cerebro no está del todo terminado. ¡Pero no, no!, en realidad, el cerebro sólo estará completamente en su sitio en el momento del nacimiento; y sus innumerables conexiones no estarán completamente establecidas hasta que no cumpla los seis o siete años; y su maquinaria química y eléctrica no estará completamente rodada hasta los catorce o quince.
¿Pero a nuestro Pulgarcito de dos meses ya le funciona el sistema nervioso? Claro que sí, si su labio superior se roza con un cabello, mueve los brazos, el cuerpo y la cabeza en un movimiento de huida.
A los cuatro meses se mueve tanto que su madre percibe sus movimientos. Gracias a la casi total ingravidez de su cápsula de cosmonauta, da muchas volteretas, actividad para la que necesitará años antes de volver a realizarla al aire libre.
A los cinco meses, coge con firmeza el minúsculo bastón que le ponemos en las manos y se chupa el dedo esperando su entrega.
Entonces, ¿para qué discutir? ¿Por qué cuestionarse si estos hombrecitos existen de verdad? ¿Por qué racionalizar y fingir creer, como si uno fuese un bacteriólogo ilustre, que el sistema nervioso no existe antes de los cinco meses? Cada día, la Ciencia nos descubre un poco más las maravillas de la vida oculta, de ese mundo bullicioso de la vida de los hombres minúsculos, aún más asombroso que los cuentos para niños. Porque los cuentos se inventaron partiendo de una historia verdadera; y si las aventuras de Pulgarcito han encantado a la infancia, es porque todos los niños, todos los adultos que somos ahora, fuimos un día un Pulgarcito en el seno de nuestras madres