La distinción léxica es fluida, y sin embargo, es necesario aislar dos ámbitos nominalmente afines, pero sustancialmente alternativos. Pretendemos referirnos al binomio “secularidad” (o laicidad) y “secularismo” (o laicismo). La secularidad es una categoría de matriz cristiana que libera a la religión de toda concepción integral y teocrática, reconocida por la distinción declarada por Cristo mismo de modo lapidario: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 21,21). Puede sorprender, pero el fundador del cristianismo era un laico, como subraya un escrito neotestamentario, la Carta a los Hebreos: «Es bien manifiesto que nuestro Señor procedía de la tribu de Judá, y a ella para nada se refirió Moisés al hablar del sacerdocio… Por eso, si Jesús estuviera en la tierra, ni siquiera sería sacerdote» (7,14; 8,4). Jesús no pertenecía, en efecto, a la tribu sacerdotal de Leví, sino a la laica de Judá, por lo que el sacerdocio que él encarnará no es hereditario-biológico, sino más bien carismático-espiritual.
La secularidad es, pues, «la necesaria y legítima consecuencia de la fe cristiana», escribía el teólogo alemán Friedrich Gogarten (1887-1967) en su ensayo Destino y esperanzas del mundo moderno (1953), siguiendo la estela de algunas reflexiones de otros teólogos como Ernst Troeltsch (1865-1923) y Dietrich Bonhoeffer (1906-1945). A este último se debe la famosa definición de nuestro tiempo como mündige Welt, un “mundo mayor de edad” que abandona la familia originaria: al Dios teofánico, triunfal y omnipotente, el cristianismo lo ha sustituido por el Dios “kenótico” (es decir, humillado en la encarnación, como dice s. Pablo recurriendo al verbo griego kenoun, “vaciarse”), es decir, a Cristo crucificado. Gogarten observaba que la actual secularización pone al creyente «la importante pregunta si ésta sea solamente algo extraño y contrapuesto a la fe cristiana que le viene impuesta y la destruye desde afuera, o si, al contrario, sea un evento que resulta consecuente a la misma fe cristiana».
El Concilio Vaticano II, con su documento fundamental Gaudium et spes, proponía a la Iglesia esta secularidad positiva, estableciéndose por tanto en el mundo como semilla fecunda de crítica, de transformación, de santificación moral y espiritual, sin quererlo sacralizar en modo fundamentalista, como sucede en una cierta concepción musulmana o como sucedía en el pasado con las teocracias y las mescolanzas “impertinentes” entre fe y política. Lo reconocía el mismo Habermas: la religión tiene en su naturaleza una función pública testimonial y estructural, pero no agota el horizonte socio-político-económico en el que César tiene su espacio real de autonomía. Como escribía uno de los mayores teólogos del siglo XX veinte, Karl Rahner en el ensayo Consideraciones teológicas sobre la secularización (1967), «la Iglesia debe y quiere condeterminar también el camino del mundo secular, mas sin quererlo determinar ni de modo integrista ni doctrinario».
No hay quien no vea, sin embargo, cuán delicada es esta presencia “secular” en su concreta declinación, similar a un recorrido sobre una arista, una cresta cortante, de una montaña. César y Dios, efectivamente, frente a frente se dedican a un único sujeto, la creatura humana y el mundo, con matices diversos que, sin embargo, deben disponerse en armonía, sin prevaricaciones, pero también sin ausencias. Es en esta línea que se debería concretar el concepto de subsidiaridad. Pero no entremos ahora en el contenido de esta compleja gramática donde política y teología se deben distinguir netamente, mas no se deben separar radicalmente. Delineemos, en cambio, el otro término de nuestro binomio, el secularismo. Decíamos que no debe confundirse con la secularidad-laicidad, necesaria tanto a la religión como a la política. Este fenómeno es, en cambio, el paralelo antitético del sacralismo.
Éste ha tenido una génesis ramificada, colocada en los mismos orígenes de la modernidad con una serie de irrupciones: pensemos en el imponerse de la ciencia, en la independencia de la filosofía ante la teología, en el Iluminismo, en la urbanización que desintegraba las tradiciones de todo tipo, creando “tecnópolis” anónimas e indiferentes, descritas por el popular análisis de la Secular City (1965) de Harvey Cox, y demás cosas que se pueden seguir señalando. El fenómeno generador del secularismo es llamado “secularización” – en sentido objetivo y sin implicaciones de juicio – y podría ser resumido en la máxima acuñada por Max Weber a través de una cita del poeta Hölderlin: es el l’Entzauberung der Welt, el “desencanto del mundo”, fórmula que se convirtió en el título del conocido ensayo de Marcel Gauchet (1985). Hasta el día de hoy el más denso y completo análisis del fenómeno de la secularización, madre del secularismo, es The Secular Age (La era secular, La edad secular) de Charles Taylor (2007, dos mil siete).
De por sí la secularización generó también la misma secularidad/laicidad arriba descrita, pero produjo también el secularismo/laicismo que tendencialmente aleja toda presencia histórica y social de la religión relegándola exclusivamente al santuario existencial de la conciencia y al espacial del templo y del culto. No es, ciertamente, el ateísmo batallador al estilo Sade que en Nouvelle Justine (1799) enfáticamente proclamaba: «¡Cuando el ateísmo quiera mártires, que lo diga, que mi sangre está lista!». No es tampoco el anticristianismo al estilo Nietzsche o el sarcasmo irreligioso de ciertos modestos epígonos de un ateísmo o agnosticismo racional. El secularismo contemporáneo no combate a Dios, sino que lo ignora, está dispuesto eventualmente a relegarlo en el limbo inofensivo de su trascendencia. Es eso que ha sido sugestivamente definido como “apateismo”, fruto de la crasis entre “apatía” y “ateísmo”, prácticamente una nueva y actualizada formulación de la aseveración de la Carta sobre ciegos para aquellos que ven (1749) de Diderot, filósofo iluminista del siglo XVIII, dieciocho: «Es muy importante no tomar la cicuta venenosa por el perejil, pero no lo es de hecho creer en Dios o no creerlo».
Si queremos usar otro vocablo, pudiéramos también recurrir al término más específico de “amoralidad”, de indiferencia ética, de individualismo y subjetivismo en las decisiones (evitamos la palabra “relativismo” porque frecuentemente es malentendida, pero imputable por una semántica similar). O si quisiésemos adoptar categorías más neutras, podríamos remitir a la ya popular e incluso difindida denominación de “liquidez”, elaborada por Zygmunt Bauman o referirnos también a los interesantes análisis llevados a cabo por Marc Augé, en varios ensayos (citamos en particular el más reciente El antropólogo y el mundo global).
Respaldo indirecto a este fenómeno lo ofrece el actual multiculturalismo, fruto de una intensa movilidad planetaria, donde al necesario pluralismo religioso puede asociarse lo que ya Max Weber definía como el “politeísmo de valores”, sobre todo éticos o también un sincretismo que diluye toda identidad, disolviéndose en un monocromatismo genérico. Esto es muy diverso del diálogo donde la identidad no degenera en el encendido fundamentalismo apologético y excluyente, pero tampoco se diluye en un horizonte incoloro o en un minimalismo cultural y religioso. Naturalmente, los procesos de la secularidad y del secularismo revelan rostros muy variados respecto a los ahora descritos, pero consideramos significativo proponer esta consideración preliminar que delinea un aporte de corte teológico a estos fenómenos globales que serán desarrollados de manera muy calificada en los dos foros que ahora seguirán y que atenderemos con gran gusto e interés.