Reflexión del Obispo de Salto, Mons. Pablo Galimberti
El Domingo pasado luego de la caminata mañanera que salió de la Parroquia del Carmen, se llegó a una de las zonas verdes más placenteras de Salto, Corralito. Junto a la centenaria capilla levantada por manos ásperas y generosas de inmigrantes italianos, la imagen de María Auxiliadora muestra a su Hijo en brazos, remanso para el alma cansada.
Durante la Misa, en el momento de las ofrendas, cuando se suelen presentar frutos de la tierra u otros símbolos, me sorprendió ver a dos jóvenes madres embarazadas, con sus orgullosas pancitas donde se adivinaban bebitos queridos y soñados, ilusiones de una familia.
Al acercar mi mano al cuerpo de esas madres, adivinando el asombro de esos bebes que escucharían la escena, un aplauso espontáneo puso un moño a la emoción del momento. Benditas las madres que traen hijos al mundo. Con emoción bendije también a mi madre que me trajo al mundo en un tiempo difícil, cuando mi padre debió embarcar hacia Estados Unidos y cruzar la zona del Caribe, amenazada por submarinos nazis que ya habían hundido a un barco mercante de bandera uruguaya. Eran los años de la segunda guerra mundial. Pensé en mis abuelos que fueron a vivir con mi madre cuando infames y anónimas llamadas telefónicas informaban que el Colonia, ese era el nombre del buque mercante, había sido hundido.
El gesto de la Misa resultó profético. Se adelantaba a los debates del miércoles en el senado, donde la vida humana parecía expuesta y juzgada en una subasta pública. Unos la valoran como valor absoluto, igual a cualquier vida humana que ya asomó su cabecita. Otros la miran con una frialdad cosificadora, como decía el filósofo español Julián Marías refiriéndose a los debates sobre el aborto. Hablan de un proceso biológico que se puede interrumpir, como quien apaga una luz o desenchufa el televisor. Dos maneras de referirse a la vida naciente: adivinando una personita que quiere nacer o bien cosificando la vida, considerada como problema y anteponiéndole otros derechos. ¿Qué dirá el senador que votó a favor del aborto, si volviendo a su casa el hijo más chiquito le dice: papá, envenené al perro porque no me deja dormir de noche?
Existe en nuestra sociedad una mirada económica sobre la vida y la felicidad que lleva a pensar en un nuevo hijo en términos económicos. En un velorio hablaba con una señora sobre cuántos hijos tenía la persona fallecida; el diálogo derivó a que hoy en día cada hijo requería una determinada suma de dinero (no recuerdo si hablaba de 5 o 6 mil pesos). Intentando modificar su óptica le pregunté cuántos hijos tenía y quedé sorprendido: seis! Los cálculos son eso, abstracciones. Pero hay una fuerza vital arrolladora capaz de hacer milagros, sin tomar en cuenta las condiciones exteriores, sino apostando a la fuerza interior del amor creador y al valor de la familia grande como espacio educador estimulante. Cuánta razón tenían nuestros abuelos al decir que un hijo viene con un pan bajo el brazo! Esta anécdota me lo ratificó.
Necesitamos valorizar la vida humana. En la familia, el barrio, escuela, en los planes de gobierno, en las leyes para proteger y premiar a las madres embarazadas. Abreviando los trámites de adopción que tantas veces desalientan a los aspirantes, no sabemos si necesariamente deben ser así o es por exceso de burocracia.
La compositora argentina, Eladia Blázquez, en el tango “Honrar la vida” plantea que mientras unos perduran, como adormecidos, en las pequeñas vanidades, otros asumen una actitud diversa y honran la vida, más allá del mal y de las caídas.
Columna publicada en el Diario «Cambio» del 19 de octubre de 2012