La presentación del libro “Un escribano y la Biblia” en la que voy a participar esta noche, me planteó la pregunta sobre la función y el lugar de los que escriben la historia. No sólo la de los acontecimientos grandes de un país sino también esa trama personal, familiar y colectiva que cada uno va tejiendo en el diario intercambio con las circunstancias donde uno se mueve.
La vida corre y disponerse a escribir da la impresión que es perder tiempo, cuando en realidad es un parar para seguir andando, pero con mayor conciencia del camino.
Durante años conservé las cartas que mi padre me escribía semanalmente durante los años que estuve lejos de la familia, hasta que en una de las mudanzas las perdí de vista. Cada lunes recibía pequeñas novedades, como el lento e imperceptible despliegue de un árbol familiar, entre nacimientos y duelos, inviernos y primaveras, abrazos y despedidas. En esas cartas respiraba el eco de vecinos del barrio, noticias de la parroquia y del país. Eran fotos vivas que me transmitían la sensación que muchas personas caminaban conmigo y yo con ellos.
Los soportes electrónicos nos han dado velocidad y simultaneidad en la comunicación pero no comunican las emociones de cartas manuscritas, abiertas a descubrir lo que está entrelíneas, insinuado en el tamaño de una letra o espacios en blanco y con alguna posdata de último momento.
El escribir nos permite ordenar, traducir en palabras y jerarquizar el flujo de pensamientos y sentimientos. Basta disponernos a escribir y van surgiendo más cosas de las que inicialmente queríamos decir.
Hay un aforismo jurídico que podría aplicarse a la acción de escribir, que en latín suena así: “Quod non est in actis non est in mundo”, o sea, “lo que no está en las actas (escritas, de un proceso) no existe en el mundo”. O sea, que muchas cosas quedarán en el silencio, en el olvido, o las llevaremos a la tumba si antes no las decimos o ponemos por escrito. Con todo, los cristianos sabemos que lo que logremos escribir será siempre un imperfecto bosquejo del juicio definitivo de nuestros actos que van dejando sus huellas en el Libro de la Vida, del que nos habla el último libro de la Biblia, el Apocalipsis.
Los escribanos continúan la huella de los antiguos escribas bíblicos, como es el caso de Baruc, amanuense del profeta Jeremías, a quien éste en el año 605 dictó todas las palabras que había pronunciado hasta ese momento en nombre de Dios. Cuando el rey de Judá Joaquín quemó el libro, Baruc asumió la fatiga de escribirlo por segunda vez.
Hoy nuestros escribanos continúan en esa senda de los que atestiguan lo que ven y ayudan a tejer la memoria histórica, base fundamental de la cultura de un pueblo. Hace mucho Carlos Maggi decía que somos un pueblo de corta memoria; mirando atrás encontramos treinta y tres gauchos. Hoy seguramente diría algo diferente.
Hoy, en que asistimos a un profundo cambio de época, cada uno tiene la misión no sólo de conservar la historia pasada sino al mismo tiempo de traducirla como desafío a las nuevas generaciones.
En Pueblo Ansina, Tacuarembó, el obispo Julio Bonino está plasmando un sueño: la creación del museo de la memoria, en el que se están involucrando muchos vecinos del lugar. La meta no es la simple recolección de piezas, que actualmente llegan a casi un millar sino la memoria hablada, contada por los propios vecinos que traen un objeto y cuentan su origen, qué uso tenía, para qué servía, qué manos lo manejaron, etc. Y así se produce algo semejante a la exposición que hace un par de años se realizó en Montevideo con piezas del tiempo de la cultura guaraní y que titularon “maderas que hablan”. Para esa exposición prestamos una pieza que está en una de las capillas de la Diócesis. Fue noticia en este año el robo de una pieza histórica de un San Benito de Palermo, robada de la Basílica de Paysandú.
Una pieza tiene valor cuando una persona es capaz de contar su uso y sepa recrear el universo simbólico alrededor de ese objeto o imagen. De lo contrario será un objeto muerto, para satisfacer la avidez de usureros o la curiosidad de turistas.
Necesitamos esa memoria que hace hablar el pasado.
Columna de Mons. Pablo Galimberti, publicada en el Diario «Cambio», el 14 de setiembre de 2012