Los Obispos del Uruguay queremos compartir estas reflexiones, en este tiempo electoral que se abre, para contribuir, desde nuestra perspectiva, al discernimiento de los fieles y de nuestras comunidades cristianas.
Nuestro deseo es mirar más allá de las próximas instancias electorales, encontrar en nuestras raíces los valores que han forjado nuestra identidad nacional y configuran el alma de nuestro pueblo. Asimismo queremos ayudar a valorar la importancia del sentido de la vida, compartir las problemáticas emergentes de nuestra realidad y animar a la búsqueda de esa verdad que da fundamento a la dignidad de toda persona humana y que nosotros encontramos en Jesucristo muerto y resucitado.
1 – La alegría de ser uruguayos
Nos da alegría pertenecer a este pueblo, orientales o uruguayos. Habitamos en esta orilla del río Uruguay y del Plata que nos separa de nuestros hermanos argentinos y tenemos una frontera desdibujada con el otro coloso de nuestro continente, el hermano pueblo del Brasil. Sabemos que nuestra independencia fue fruto de un conjunto de factores que descubrimos en nuestra historia y que tuvieron en la “redota” de 1811, bautizada como “Éxodo del pueblo oriental”, un episodio clave donde se fue forjando una nueva nación, la conciencia de ser un pueblo que había elegido a su jefe, y que, a su modo, tenía una identidad propia.
Este ser orientales y luego uruguayos tiene sus raíces en nuestra ubicación en la frontera de dos imperios, en la rivalidad de puertos, en la fertilidad de nuestros campos, en la riqueza ganadera que aportaron los españoles. Esta identidad se fue consolidando en las luchas de la independencia, en las gestas de nuestros héroes y también en los desencuentros y encuentros que marcaron desde el inicio nuestra historia.
A la matriz india, con la contribución sustancial de los pueblos guaraní-misioneros, se sumaron los aportes españoles, la forzada llegada de africanos y, ya poco después de la independencia y durante un siglo, el arribo de inmigrantes de distintas partes de Europa, así como de pequeñas colonias de muy diversas naciones del mundo. Se fue conformando así nuestra identidad y nuestra idiosincrasia y, en medio del dolor de guerras civiles donde las fronteras se desdibujaban, se fue consolidando nuestro ser nacional.
La Iglesia fue partera de la patria. Estuvo presente desde la llegada, hace 500 años, de los primeros españoles. Fue factor de civilización y progreso: desde el norte, con el influjo de las misiones jesuíticas y desde el sur con los franciscanos y dominicos haciendo los primeros intentos de reducciones, enseñando los rudimentos de la domesticación del ganado y de la agricultura, impulsando las primeras industrias, trayendo poco después las primeras escuelas y acompañando la vida de los pobladores que trajeron la cristiandad de matriz hispánica a nuestro suelo.
En nuestra historia destaca la figura de José Artigas. Los orientales nos sentimos herederos de su legado. Fue un héroe derrotado y, sin embargo, lo reconocemos como quien dio cauce a los sentimientos e ideales que nos forjaron como pueblo, como nación. La herencia artiguista está imbuida de sentido cristiano: soberanía de los pueblos, libertad, justicia, compasión con los más pobres. Su figura destaca entre los héroes de América. Formado en la escuela franciscana de Montevideo, el espíritu de san Francisco lo acompañó desde la cuna.
Herederos de Artigas, amantes de la libertad, hemos construido y, en estos últimos cuarenta años, consolidado, la democracia más plena de América Latina, el país con mejor distribución de la riqueza y con menor corrupción de nuestro sufrido continente. Sabemos que son muchos los desafíos que tenemos y sobre los que queremos decir nuestra palabra, pero no podemos dejar de sentir la alegría de ser uruguayos y de expresar nuestro amor a esta tierra y a nuestra gente.
2 – Un país construido en base a acuerdos y diálogos
El epitafio de la tumba del Pbro. Dámaso Antonio Larrañaga en la catedral de Montevideo fue escrito por el Prof. Juan Pivel Devoto. Al final dice: “El culto a su memoria armoniza los sentimientos colectivos”. Larrañaga fue un hombre de su tiempo y un sacerdote cabal. Una figura estupenda que reunía en sí al ilustrado y al científico, al educador y al legislador, al hombre político y al formador de generaciones. Sus opciones políticas a lo largo de su vida son discutibles; pero su amor a la patria y a su gente, su pasión por el progreso de sus habitantes fue una constante. A su muerte, en 1848, el Uruguay naciente estaba en plena Guerra Grande. Se detuvieron las hostilidades para que, tanto el gobierno de la Defensa como el del Cerrito, pudieran rendir homenaje al primer Vicario Apostólico.
Esta figura de nuestra historia, con sus generosos aportes y sus contradicciones, sin identificación partidaria, nos ayuda a levantar la mirada y percibir que en nuestra más profunda identidad como nación está el acordar, dialogar, llegar a consensos, amnistiar, perdonar, buscar lo mejor para el país y su gente. Nuestros conflictos y guerras civiles, algunos extremadamente duros, dejaron el dolorosísimo recuerdo del enfrentamiento entre hermanos y, al mismo tiempo, al llegar la paz, dieron lugar a que aflorara la magnanimidad, sin la cual es imposible la convivencia en una sociedad fracturada.
Las rivalidades de nuestros caudillos dieron cauce también a estilos, modos de pensar y de actuar, miradas diversas sobre el mundo y nuestra historia, sensibilidades que tenían que ver con nuestra raíz más hispánica o más cosmopolita. En ese tiempo de fronteras no totalmente definidas, nuestros enfrentamientos se entremezclaban con los de nuestros vecinos; pero la identidad nacional se fue consolidando frente a los que dudaban de nuestra viabilidad. Los uruguayos fuimos, finalmente, capaces de ir delineando nuestros destinos y de ir afirmando nuestro ser nacional, abierto al flujo de inmigrantes que enriquecía nuestro andar.
La Iglesia acompañó la marcha de nuestro país, primero como Iglesia oficial y luego a la intemperie con respecto al Estado. En 1878 se creó la diócesis de Montevideo y su primer obispo, el beato Jacinto Vera, fue el prototipo de la Iglesia consustanciada con el país, promotora de la paz, impulsora de la educación, servidora de los pobres, cercana a todos.
En el Uruguay del siglo XX hubo pasos importantes de progreso económico y social, consolidación de las instituciones, avances en la legislación, desarrollo del movimiento sindical y sesenta años de paz. La Constitución conoció diversas reformas. Todas ellas se realizaron mediante acuerdos políticos.
Las décadas del 60 y del 70 del siglo pasado estuvieron caracterizadas por el desencuentro entre los uruguayos: crisis económica y social, guerrilla, dictadura. Años de sufrimientos con heridas que siguen abiertas. El retorno a la democracia, en 1985, fue ampliamente celebrado por la mayoría de nuestro pueblo y abrió este tiempo marcado por la consolidación democrática, la rotación de los partidos en el poder y la diversidad de acuerdos que han ido pautando nuestro ser como nación.
Cuando el pasado año 2023, a cincuenta años de la ruptura institucional, se realizaron diversos actos donde participaron el presidente de la república y ex presidentes de los distintos partidos, manifestando sus diversas visiones con respeto y cordialidad, vimos un reflejo del Uruguay que la gran mayoría de los orientales queremos: un país de cercanías, de acuerdos, de búsqueda del bien común, de respeto por el otro.
“La paz es artesanal”, gusta decir el papa Francisco, indicando así que es una tarea que implica la participación de todos y un compromiso personal con su consolidación. Nunca nos arrepentiremos de los pasos que demos para buscar el encuentro, el acuerdo, y, si fuera necesario, el perdón. La magnanimidad es un atributo necesario a la hora de construir juntos un país. La paz social está en juego toda vez que expresamos con agresividad lo que pensamos y creemos, así como cuando juzgamos y condenamos las opiniones y visiones ajenas, movidos más por prejuicios que por sólidos argumentos.
Tenemos los fantasmas que vienen de nuestro pasado para recordarnos lo que es un Uruguay dividido; pero también la realidad de países donde el enfrentamiento es norma, que nos sirve de espejo de lo que no queremos ser. Por eso, frente a una nueva instancia electoral, la invitación que hacemos los obispos es recoger lo mejor de nuestra historia, levantar nuestra mirada y cuidar el alma del país.
3 – Cuidar el alma del país: libertad, justicia y compasión.
El Uruguay se ha ido formando desde diversas tradiciones, pero con una columna fundamental judeocristiana, hispánica e ilustrada, que configuró una sociedad horizontal, igualitaria, respetuosa del pluralismo. El alma de un país son los valores intangibles que dan sentido a los esfuerzos colectivos y que sostienen la convivencia y la construcción del futuro. Si esos valores se olvidan y se descuidan, se quita el fundamento que hace posible la construcción de una vida en común.
La dignidad de la persona humana es el fundamento sobre el que se construye la vida de una sociedad que quiere respetar los derechos de las personas y es el criterio clave de todo proyecto cultural, social y económico. Encuentra su cimiento en la fe en Dios creador y es un patrimonio común de la humanidad.
Los uruguayos cuidamos y defendemos la libertad, pero una libertad inseparable de la responsabilidad y de la justicia; porque, si se separan, la libertad deriva en individualismo feroz, en libertinaje sin más horizonte que el propio capricho y en una creciente desconfianza social. La confianza es fundamental para vivir juntos, aun con nuestras diferencias. La confianza hace posible la política, la economía y la vida cotidiana junto a otros.
El ideario artiguista pone entre nosotros con fuerza el ideal de la justicia. Sabemos que se concretiza en la medida que una sociedad es capaz de realizar las condiciones que hacen posible a las personas y a las comunidades desarrollar lo que se corresponde con su naturaleza y su vocación.
La tradición judeocristiana construyó el valor de la compasión, del cuidado de los más pobres y los más vulnerables. Este patrimonio está en nuestra Constitución, en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en las bases políticas de nuestra democracia. Una cultura del cuidado es la que hace que una sociedad proteja a los más débiles y respete la dignidad inviolable de todo ser humano, no solo auxiliando sus necesidades inmediatas sino ayudándoles a alcanzar los medios para su propio desarrollo.
La protección de la vida está unida a la dignidad de toda persona humana y ha sido siempre un fundamento clave de nuestra civilización. Hoy, ya erosionado y relativizado, pone en peligro los cimientos de los derechos y del bien común. Porque si la vida de algunos vale menos, si se la puede descartar por no ser deseada o por considerarse inútil, ¿cómo se puede seguir protegiendo los derechos humanos, si aquellos que son fundamentales son relativizados al interés utilitarista de una cultura que desprecia la debilidad y la dependencia?
Uruguay ha sido siempre una sociedad solidaria que, bajo la avalancha cultural narcisista e individualista, corre el riesgo de perder su mayor riqueza: la calidad humana, que no olvida a los demás y siempre tiende la mano al que está necesitado. Solo apostando a mejorar humanamente podemos construir un futuro mejor para todos.
4 – El sentido de la vida
El tiempo en que vivimos ha abandonado la pregunta por la verdad. Ante los límites y la complejidad del conocimiento humano, ha crecido el relativismo, no sólo en todas las áreas del conocimiento sino también, de forma especialmente preocupante, en la ética. Si nadie puede conocer la verdad ni poseerla, entonces solo resta que cada uno construya la suya y crea lo que le sea más útil para vivir mejor, desembocando así en un pragmatismo que deja la existencia sin un horizonte último, sin preguntas radicales. Sin embargo, nadie puede eludir la pregunta por la finalidad y el sentido de la vida, por la verdad de lo que somos. La búsqueda de la verdad no es una cuestión teórica, sino que se trata de lo que a todos nos afecta, porque se trata de la vida misma. A nadie le da lo mismo la verdad que la mentira en las cosas que le afectan vitalmente.
La obsesión por la felicidad, reducida a bienestar físico y emocional, reduce el horizonte de la vida humana, estrecha la mirada y nos encierra en la búsqueda de satisfacciones inmediatas, que dejan cada vez más vacía la vida, en un círculo vicioso de consumo para escapar de la ausencia de sentido.
El impacto de la Inteligencia Artificial (IA) en todos los aspectos de la vida (trabajo, educación, medicina, amistad, amor, política, economía y medio ambiente), crea una gran incertidumbre y nos obliga a repensar lo humano, a repensar lo que somos y qué queremos dejar a las generaciones futuras. La Inteligencia Artificial no es neutral. Así como es una ayuda que nos impresiona por su capacidad, también está llena de riesgos y peligros para la humanidad. Por eso, es preciso regularla; pero, sobre todo, discernir éticamente hacia dónde queremos encaminar la vida humana en todas sus dimensiones.
La enorme extensión de las redes sociales, con todas sus posibilidades, ya muestra también su lado oscuro, especialmente en la vida de los niños y adolescentes expuestos irresponsablemente a ese universo virtual que les genera adicción, ansiedad y depresión. A pesar de las advertencias de organizaciones internacionales de pediatría y de especialistas en educación sobre el impacto negativo de las redes, no se ha tomado conciencia de los efectos que tienen en la salud mental. La repercusión que están teniendo en la vida social y política se vuelve un problema para las democracias actuales, cuando las redes exacerban la polarización y el aislamiento social.
¿Qué hacemos frente a tanta soledad y falta de sentido de la vida en nuestra sociedad? El problema del suicidio no es solo una tragedia personal y familiar, sino un drama social y cultural del Uruguay. ¿Cómo ayudar hoy a vivir una vida con sentido? El sentido se recibe como un don, se busca entre los claroscuros de la existencia humana, se encuentra o nos encuentra cuando nos abrimos a su luz. La verdad y el sentido no se fabrican, no se inventan; se reciben, se descubren.
Lo que da sentido a la vida es un propósito, una vocación de entrega fuera de uno mismo. Lo que da sentido es una vida que se sabe amada incondicionalmente, intrínsecamente. Es una vida que no se reduce a la mera satisfacción individual, sino que se sabe parte de una historia que la trasciende y cuando la persona mira su propio recorrido y descubre la huella que ha dejado, encuentra el hilo que le da significado. Reconocer que la vida no es absurda, que no somos un accidente, sino que hemos sido pensados y creados por amor es un acto de fe, pero al mismo tiempo de una profunda razonabilidad. ¿Por qué buscar sentido si no lo hay? La vida misma se nos impone como una búsqueda de sentido. Los cristianos la encontramos en Jesucristo, Luz de nuestras vidas.
La búsqueda del sentido de la vida no es solo una cuestión personal, sino una interpelación a la sociedad en todos sus ámbitos, incluyendo el de la política. La falta de respuestas consistentes trae consecuencias que están a la vista, en el deterioro de la vida de jóvenes y ancianos, en las familias destruidas por la violencia, en tanta soledad padecida aun entre quienes viven junto a otros.
La familia y los centros educativos son el ámbito natural para despertar esta búsqueda y para ayudar a dar respuestas. De ahí que el aporte más profundo de la educación no se agote en programas y competencias, sino en una formación integral de la persona de acuerdo a la convicción de sus padres, como garantiza la Constitución.
5 – Algunos problemas emergentes
A las situaciones de fondo que hemos planteado se suman las dificultades que, como sociedad, tenemos hoy frente a nuestros ojos de modo evidente y, más allá de las posturas políticas de cada uno, suponen desafíos que estamos llamados a afrontar con sentido de unidad porque los problemas que nos afligen no tienen color político.
Aflora inmediatamente el problema de la seguridad pública que, sabemos, no tiene fácil solución. El número de homicidios no ha disminuido y golpea nuestra conciencia de un modo especial cuando se trata de niños asesinados o heridos por balas que no estaban destinadas a ellos, pero que segaron sus vidas. A la problemática social que está en el origen de muchos delitos se suma la plaga del narcotráfico en diversas escalas, que ha llevado a que en algunos barrios se viva una guerra de bandas con terribles consecuencias.
Las cárceles están superpobladas y la situación en ellas es muy dura, como lo hace ver la cantidad de hechos de violencia que allí se suceden. Hay experiencias de reinserción de los que son liberados; pero parece poco frente a la población que, día a día, sale o entra a los centros penitenciarios.
Hay un núcleo de pobreza dura que nos interpela, sobre todo cuando ésta adquiere «rostro de niño». Los diversos gobiernos y muchos actores de la sociedad han hecho esfuerzos para combatirla; pero sigue habiendo un porcentaje de uruguayos que vive en condiciones indignas. No es sólo un tema de dificultades económicas sino también de oportunidades y de educación.
Como otro signo que nos inquieta vemos que las personas en situación de calle han aumentado en número, no solo en la capital, sino también en ciudades del interior, caracterizándose por ser en su gran mayoría jóvenes adictos y personas con problemas de salud mental.
Esta realidad nos interpela a cambiar la cultura del descarte por la cultura de la compasión, a crear puentes de acercamiento para que la brecha no siga creciendo. Toca a las diversas instituciones de la sociedad trabajar por una ética de la equidad que genere nuevos puestos de trabajo y dé a la economía un rostro más humano.
El flagelo de las adicciones ha entrado fuertemente en nuestra sociedad, porque ante el vacío existencial de la falta de sentido muchos hermanos buscan un escape. Las adicciones son múltiples. Suele relacionárselas con el consumo de alcohol y de otras drogas, que se sigue extendiendo; pero a éstas se suman otras, de apariencia inofensiva, como la hiper conexión a las redes y plataformas de juegos, que afectan especialmente a niños y jóvenes, alterando los vínculos familiares y rompiendo el tejido social. La extendida adicción a la pornografía causa también mucho daño, banalizando la sexualidad humana y desviándola de su sentido de expresión de un amor conyugal auténtico y fecundo.
La familia se ve afectada por la cultura individualista y la falta de un apoyo fuerte hacia ella, como establece el mandato constitucional. Hay una creciente dificultad en asumir compromisos de por vida. La realidad de la familia, basada en el matrimonio de un varón y una mujer con la mirada puesta en la transmisión de la vida, parece cosa del pasado. Disminuye la natalidad. Se posponen los hijos, perdiéndose a veces los tiempos de mayor fecundidad. Muchas veces parece no haber interés o deseo de traer hijos al mundo. No se tiene conciencia de lo que significa el aborto, cuya gravedad nuevamente señalamos como una herida profunda a nuestra conciencia moral como sociedad y cuyos números, fríamente publicados, no dejan de ser la “matanza de los inocentes” practicada ante la indiferencia de la mayoría. “Una sociedad sin niños, una sociedad que no protege la vida de los más indefensos, es una sociedad que pierde el sentido de la vida, se envejece, se entristece, se suicida”, decíamos hace cinco años. Se suma a esta realidad el proyecto de ley de eutanasia, que vuelve a poner sobre el tapete la posibilidad de que algunas vidas puedan ser consideradas descartables y no se asume el peso tremendo que se pone sobre la conciencia de aquellos que, disminuidos en sus fuerzas físicas por la enfermedad o la vejez, puedan sentirse una carga para su familia y para la sociedad.
El trabajo sigue siendo un pilar fundamental de la existencia humana, no solo para ganar su sustento cotidiano, sino como camino de realización personal, aunque preocupa, en algunos casos, la pérdida de una cultura del trabajo. Hoy la Inteligencia Artificial, como lo han sido tantos otros desarrollos de la tecnología, aparece como amenaza a los empleos de muchos. La preocupación por crear nuevos puestos de trabajo, debe llevar al Estado a seguir promoviendo la inversión y facilitar el desarrollo de las diferentes áreas de producción, pero también a cuidar los derechos básicos de los hombres y mujeres del trabajo, así como la protección de la Casa común. Muchas veces hemos expresado nuestro reconocimiento y gratitud a los trabajadores, que sostienen con su esfuerzo cotidiano el conjunto de la vida social. Pensamos también en los emprendedores del agro y de la industria, que pueden constituirse en verdaderos motores de riqueza, prosperidad y felicidad pública.
El cuidado de la Casa común, al que nos invita el papa Francisco, y al que nos hemos referido, es una responsabilidad de todos, que tiene que ver con el presente y el futuro de la humanidad. Sabemos que abarca diversos aspectos como la finitud de los recursos naturales, el cambio climático y el uso que hacemos de los bienes. También en nuestra realidad nos vemos enfrentados a situaciones preocupantes, que exigen una respuesta y compromiso para los que todos debemos educarnos.
6 – Hacia una cultura del encuentro: construir puentes.
Parece fundamental reconocer la libertad como don y tarea, como algo que se nos ha dado y que constituye el fundamento de nuestra dignidad. Esta libertad nos emplaza al profundo respeto del otro como persona humana; como misterio que no podemos manipular, porque constituye un fin en sí mismo desde su concepción hasta su muerte natural. Necesitamos recuperar la capacidad de admiración y el gozo de contemplar la belleza de la creación. Ser conscientes de que nuestra vida es un don nos ubica como administradores de la misma y no como sus dueños absolutos.
La autonomía de la libertad encuentra su adecuado cauce en la relación interpersonal con el otro. Esa relación nos mueve a la equidad, fundamento de la justicia, y nos invita a la compasión, especialmente con los más vulnerables, quienes transitan sin ser vistos en una lógica de mercado puramente pragmática. De esta manera, libertad, justicia y compasión, se integran en un proceso que favorece la conversión del corazón y la construcción de la cultura del encuentro.
Necesitamos priorizar el encuentro interpersonal, el respeto profundo a la dignidad de toda persona humana, y la configuración de una ética responsable para la construcción de la casa común. La persona descubre la felicidad en el descentramiento del yo, en el deslumbramiento que genera en ella misma la belleza del bien, en la alegría y plenitud que experimenta cuando es fiel a la suave voz de Dios que habla al interior de su conciencia.
Para quienes vivimos la fe cristiana, más allá de nuestras contradicciones y pecados, esta marcha humana se hace escucha del Dios que nos habla y nos invita a descubrir, en su Hijo Jesucristo, el Camino, la Verdad y la Vida. Él es quien puede iluminar nuestro caminar personal y social. Es a partir de Cristo que el creyente discierne y elige en las distintas encrucijadas de la vida el rumbo que considera adecuado.
“La política es una de las formas más elevadas de la caridad, porque sirve al bien común” ha dicho el papa Francisco. Mucho tenemos que agradecer a los políticos de nuestro país que eligen esta vocación o se sienten llamados a ella con el propósito de servir al bien común. Pero la actividad política no es solo para unos pocos. La política es el espacio de lo público, que se constituye en un espacio de todos, que a todos interesa y afecta. En la plaza pública se habla de lo que nos concierne y se apela a la razón de todos. En este espacio hay normas, leyes, reglas de juego que hay que respetar para el buen funcionamiento de la vida en común. Por esta razón, un católico está especialmente convocado a ocuparse de los asuntos públicos. A la fe cristiana, por estar fundada en Dios que se hace hombre, nada de lo humano le es ajeno. Nada de lo humano puede quedar fuera del compromiso cristiano con la vida.
La comunidad política es auténtica cuando existen vínculos reales y solidarios, que van más allá de una superficial tolerancia o del cumplimiento formal de la ley. Necesitamos preguntarnos y respondernos sobre el por qué hacemos lo que hacemos; por qué es importante buscar el bien de los demás, respetarlos y defender su dignidad como personas. Saldremos adelante si podemos confiar en el otro y en las instituciones.
En esta realidad política que es el Uruguay, los cristianos estamos llamados al compromiso y el primero de ellos es el de construir hoy puentes para que la sociedad no se fragmente en lo político y para que los hermanos que viven situaciones que tienden a marginarlos puedan vivir en una comunidad más integrada, que brinde oportunidades a todos sus habitantes, no sólo económicas o laborales, sino de realización personal, de una vida llena de sentido, de personas libres y responsables con el ánimo de dejar su huella de bien en su paso por el mundo y de estar abiertos a la trascendencia.
Concluyendo
Esta reflexión quiere ayudarnos a mirar no sólo el episodio electoral de este año sino a observar con mayor profundidad nuestra realidad uruguaya. Desde nuestras raíces nos vienen elementos clave de lo mejor de nuestro ser como nación. Hay un alma del Uruguay a cuidar y, como cristianos, tenemos, sin duda, una responsabilidad en ello. La tradición artiguista resalta los elementos fundamentales de lo que es nuestro acervo como nación: el amor a la libertad, el sentido de la justicia y el espíritu de compasión. El vacío existencial que muchos hoy viven tiene su razón de ser en el oscurecimiento de la fe, en el cercenamiento de la dimensión espiritual, en el atractivo por el consumismo, muchas veces insatisfecho en la práctica.
Los problemas emergentes que nos afligen, con su urgencia, nos hacen perder de vista, por momentos, las causas más profundas que son de orden espiritual, que tienen que ver con la falta de sentido de la vida.
Inmersos como uruguayos en la pasión que suscita el año electoral, atentos y comprometidos en tantos campos de la vida social, recordamos, como cristianos, que nuestra patria final es el Cielo; pero este don exige a nuestra libertad el compromiso con el Amor que nos ha creado y redimido y que nos encamina hacia nuestra definitiva querencia, el lugar al que pertenece y en el que está llamado a habitar para siempre todo aquel que viene a este mundo: la Casa del Padre.
Con cariño filial, invocamos a nuestra Madre: María, Virgen de los Treinta y Tres. Le pedimos que extienda su manto sobre todos sus hijos e hijas, naturales o inmigrantes que viven en esta tierra oriental, así como sobre quienes, dispersos en otros lugares del mundo, sienten que siguen perteneciendo a ella, para que crezcamos en el diálogo, el respeto, la confianza y la búsqueda del bien común, mientras peregrinamos hacia la Eternidad.
Los Obispos del Uruguay
_Final_Libertad, justicia y compasión en el alma de nuestro pueblo[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]