“Por favor, no firme el Proyecto de Ley sobre Eutanasia, le suplicó Jessica, que padece una malformación cardíaca severa”.
La niña de 4 años no ignora su enfermedad. Sabe también que su vida corre peligro si la ley que amplía el derecho a la eutanasia a los menores de edad, aprobada por el senado de Bélgica el 12 de diciembre pasado entra en vigor con la firma del rey Felipe.
A diferencia de Holanda, donde sólo se puede recurrir a la muerte asistida a partir de los 12 años, en Bélgica no se establece una edad mínima pero se incluye la noción de «capacidad de discernimiento» del menor.
Las voces contrarias de más de 160 pediatras, de la iglesia católica y de movilizaciones populares no lograron modificar el voto.
En Europa, la eutanasia activa (con asistencia médica) está despenalizada, además de Bélgica, en Holanda, Luxemburgo y Suiza. La cifra de eutanasias practicadas en Bélgica alcanzó un récord histórico en 2012, con un total de 1.432 casos, un 25% más que en el año anterior.
La noticia me plantea muchas preguntas. Supongo que también a muchos lectores. ¿Se está perdiendo el aprecio a la vida? ¿Por qué mucha gente, especialmente en Europa, experimenta hastío o náusea ante una vida pasivamente infeliz? Me obsequiaron una novela de un español y desde las primeras páginas se huele el aburrimiento del protagonista en todos los rincones de su vida.
¿Qué modelo de vida “feliz” nos hemos inventado, que cuando nos cae la ficha del sufrimiento disparamos? ¿Se terminó la paciencia y la imaginación del amor materno o la fortaleza de un padre para luchar por su familia y enfrentar adversidades? ¿Tendremos que remontarnos a la Odisea?
Y ¿qué pensar sobre las manipulaciones a la vida ¿Dejó de ser un regalo para agradecer e inventar cada día?
El desprecio por la vida humana es tan antiguo como la humanidad. Caín mató a su hermano porque no soportaba que fuera diferente y con cualidades que él no tenía.
La novela “El mundo feliz” de Aldous Huxley, (1932) imagina una sociedad que emplea la genética y el clonaje para el control de los individuos. Los niños son concebidos en probetas y genéticamente condicionados para pertenecer a una de las 5 categorías de población, desde la más inteligente a la más estúpida. Esa dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, donde los ciudadanos, amaestrados como robots sin alma, no soñarían ni siquiera en escaparse. El consumo y el entretenimiento, la vieja fórmula del “pan y circo” de los emperadores romanos, sería el mejor método.
Mundo triste y sin alma, sin arte, sin héroes. Reino de la chatura e imbecilidad. La fecha de publicación, 1934, es contemporánea con la locura de Hitler, que asciende al poder en 1933.
Mientras estudiaba en Roma, varios latinoamericanos viajamos a Munich, Alemania, para estudiar alemán. Con un argentino decidimos un fin de semana visitar Dachau. Nos advirtieron no preguntar por el “campo de concentración” para ubicarlo. Cámaras de gas, huellas de torturas, alambradas eléctricas. El cinismo empezaba en el letrero: “Arbeit macht frei”, el trabajo hace libres! Un museo del horror que no se borra.
¿Hay diferencia con lo que hoy ocurre en el mundo? Los lectores tendrán su respuesta. Quizás coincidamos. Quizás no. Con diferentes nombres continúa la inercia del descarte, como es el caso de los “ni” “ni”.
Posturas favorables al aborto, -el descarte del más débil-, o la eutanasia a la que hacemos referencia en esta columna, o que permiten la fecundación asistida, ejemplifican la cultura del “descarte”.
En Francia, a fines del 2012, el 56% de ciudadanos deseaba ser ayudado a morir. Y sobre la ley sobre fecundación asistida, aprobada hace dos días en nuestro país, voceros del Ministerio de Salud Pública reconocen que será complicado regularla para evitar el “descarte” de embriones.
El panorama de la educación de nuestro país no sólo lo esboza el resultado de las pruebas PISA. También se ve reflejado en el avance o retroceso de la cultura del “descarte”. Porque el meollo que está en juego es la misma vida y felicidad de sus ciudadanos.
Columna del Obispo de Salto, Mons. Pablo Galimberti, publicada en el Diario «Cambio» del viernes 21 de febrero de 2014