Ayer estuve en el sepelio de un joven de 33 años. Su vida terminó violentamente en un instante; al cruzar la rambla montevideana un auto lo llevó por delante. ¿Distracción? ¿Cruzaba en el lugar equivocado? ¿Pudo evitarse? ¿En qué iba pensando el joven que luego de su trabajo, salió para su habitual caminata por la rambla?
Las preguntas se amontonan. Una mujer de mediana edad me dijo: soy madre y abuela… Lagrimeando, los ojos interpelabanmás que sus palabras. ¿Cómo se entiende esto?
Sus padres, hermana, amistades y compañeros de trabajo eran como una muralla que parecía querer detener el tiempo. O hacerlo retroceder y volver en cámara lenta a unas horas o días antes del fatal accidente.
Donde fue velado había una cruz. Invité a mirar al Crucificado. También su muerte ocurrió a la misma edad. No sólo soportó la muerte, destino de todos, sino la injustica, brutalidad, burla y atropello. Pero la radical novedad es que esa tarde fue llevado al sepulcro. Al rato cuando se ponía el sol, empezaba el día siguiente. Esa era la manera judía de separar un día del otro. Pasó el sábado y al despuntar el tercer día, la pesada piedra del sepulcro apareció corrida. ¿Robo? ¿Soborno? Y de a poco los miedosos “tocan”, “ven” y “creen”. Tomás meté tu dedo en las huellas de mis llagas!
En el cementerio, antes que la hermana dijera unas últimas palabras, seguía flotando la pregunta ¿por qué ocurren estas cosas? Una primera respuesta la da don Quijote cuando le dice a Sancho que la libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos (Cap. LVIII). Y porque hay libertad los humanos siempre soñamos aventuras, heroísmos y riesgos. A veces en forma atrevida o inútil, como los jóvenes que mueren haciendo “picadas”.
Suprimiendo la libertad la sociedad se parecería más a un “hormiguero”; una ingeniería que planificaría tareas de manera mecánica y monótona. No habría elecciones de ningún tipo. Ni candidatos que se postulen, ni amistades que se inicien, cultiven o se rompan. Ni qué hablar de mundial de fútbol. Todo estaría fríamente calculado. Sería el más completo aburrimiento. Claro, tampoco habría crímenes, ni accidentes, ni guerras, ni campos de concentración, ni genocidios. Salvo que los organizadores de este mundo mecánico autoricen a que tales acciones ocurran. Pero ¿quién sería ese supercerebro regulador? Ese jamás podría ser el Dios de los cristianos que nos modeló a “a imagen y semejanza” suya, según el primer capítulo de la Biblia.
Pero la libertad es un atributo de seres inteligentes y responsables. Si los separamos entramos peligrosamente por caminos infernales.Reina el odio, la mentira, la anti-compasión y anti-solidaridad.
El psiquiatra vienés Viktor Frankl, que sufrió durante 3 años los horrores de los campos de concentración, decía a los americanos: ustedes que han levantado una estatua a la libertad sobre el Atlántico, deberían levantar otra, sobre el Pacífico, a la responsabilidad. Son dos manos que se complementan maravillosamente bien. Desconectadas rompen la armonía y la capacidad creadora. Armonizadas sirven para cuidarnos a nosotros mismos, cuidar a los cercanos, cuidar y potenciar las buenas cualidades que están latentes en nosotros y en el mundo.
Decía el mismo Frankl que “nosotros no inventamos el sentido de nuestras vidas, sino que lo descubrimos”. Hermosa expresión que indica que el sentido solidario y el cuidar unos de otros no es un mandato que proviene únicamente de leyes y enseñanzas religiosas sino que existe un llamado profundo en cada uno. Una responsabilidad que permite que en el mundo existan personas que apuestan a ese llamado hondo de la propia condición humana.
En términos cristianos eso se plantea como el seguimiento radical de Jesucristo. Y en clave laica lo llamaríamos el llamado del “héroe”. Ambos ideales sacuden la mediocridad que tira hacia abajo, hacia la ética mínima. Dentro de nosotros luchan dos voluntades, una que apunta al “lo que más” y otra que nos susurra: ¡para qué! Alcanza el mínimo esfuerzo.
Columna publicada en el Diario «Cambio» del viernes 21 de marzo de 2014