¿Qué miedos anidan en cada uno?, ¿somos conscientes de nuestros miedos?, ¿cómo los canalizamos? El Obispo de Salto, Mons. Pablo Galimberti, en su columna semanal del Diario “Cambio” despeja algunas dudas sobre los diversos miedos que afrontan las personas y el sano temor de los cristianos.
Pascua
Despejando miedos
Una cuota moderada de miedos, temores o angustias, son parte de nuestra vida normal y del concepto de felicidad. Hablo desde la perspectiva cristiana. En contraste, por ejemplo, con el Budismo, que propone un estado de paz mediante la extinción de deseos, pasiones e ilusiones de los sentidos, el “nirvana”, que significa extinción.
Pensadores occidentales abordan el tema desde diferentes perspectivas. Unos subrayan el absurdo de la vida, otros lo ven como situaciones límite que ayudan a despertar del “sueño”. Diría el Martín Fierro: “no hay nada mejor que el susto para refrescar al mamao”.
Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, flagelado, clavado en la cruz y resucitado, aparece a sus discípulos y mostrando las cicatrices de los clavos y de la lanza les hace el gran regalo: ¡la paz esté con ustedes! Esa paz es don y a la vez conquista diaria, para aceptarla y traducirla en actitudes, sentimientos o acciones. Muchas veces esta paz se expresa con la alegoría de la espada.
A veces, los miedos de los que se habla en familia o en la televisión, se refieren especialmente a robos en la calle, atentados, o al contagio de extraños virus, o temor a un resultado adverso en una apuesta o en un partido de fútbol, o a perder el trabajo. Pero hay otro tipo de temores más íntimos: perder un ser querido: esposo/a, sostener a un hijo adicto. O miedo al Alzheimer o una invalidez.
Pero en el cristiano palpita un saludable temor: a perder la fe, la esperanza y el amor. Es la parálisis más profunda, la del alma y la conciencia. Cuando asumimos la actitud del cínico: “hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor…” (Discépolo). O según Oscar Wilde: “Un cínico es un hombre que conoce el precio de todo y el valor de nada”.
El cristiano cultiva el amor dejándose amar por Dios y procurando traducirlo con sencillez, verdad, misericordia, con justicia y paciencia.
Finalmente hay un temor que tratamos de balancear cultivando la actitud de la confianza. No estoy llamado a la frustración sino a la felicidad plena. La luz de la Resurrección de Jesucristo nos abre la puerta de la Misericordia. Confío y espero que llegaré a esta última meta. No como fruto de “sudar la camiseta”. Sino como el que navega pero deja a otro tomar el timón.
Hay otros miedos que no es fácil expresar. Están referidos a zonas más íntimas. Son miedos referidos a la inseguridad o precariedad. No tanto respecto a tal o cual peligro en concreto sino a la propia vida que camina hacia un final.
Es la hora de la despedida de este mundo. Dice el evangelio que llegará como un ladrón, sin previo aviso. También recomienda esperar con lámparas encendidas y aceite para alimentarlas.
No son cuestiones para colocar en el casillero de lo religioso, lo metafísico o los divagues. Son preguntas que caminan y duermen con nosotros. Podemos sentarnos delante de ellas en un mano a mano, tomando mate, en una iglesia o dialogando con alguien que tenga tiempo y paciencia. Preguntarse esto no es señal de enfermedad o locura.
Escribe Viktor Frankl que “el problema del sentido de la vida, ya se plantee de un modo expreso o de una manera callada, debe considerarse como un problema verdaderamente humano”.
Muchos eluden esta pregunta y se contraen en un “presentismo”; o sea, un modo de vivir que renuncia a buscar una meta más allá de las narices.
Dice Frankl: “Esta modalidad se nos presenta en la huida neurótica a una especie de esteticismo, en la evasión del neurótico en un engolosinamiento artístico, o en un entusiasmo desmedido por la naturaleza. No pocos enfermos querrían vivir lejos de la lucha por la existencia, en una isla solitaria”.
Antes que seguir una doctrina, los cristianos seguimos a una Persona, de condición divina. Recorrer los caminos, navegar por el lago de Galilea, situarse bajo el mismo cielo donde Jesús proclamó las Bienaventuranzas, o imaginarlo por los senderos de Nazaret o Jerusalén, es una magnifica experiencia.
Pero causa más emoción descubrir que camina a nuestro lado. Como lo presiente A. Machado: “Converso con el hombre que siempre va conmigo; quien habla solo espera hablar a Dios un día”.
Columna del Obispo de Salto, Mons. Pablo Galimberti, publicada en el Diario «Cambio» del viernes 1 de abril de 2016