En estos días se está presentando en salas de cine la película argentina Elefante blanco, sobre los “curas villeros”, sacerdotes que cumplen su tarea pastoral en villas o asentamientos de la ciudad de Buenos Aires.
Al principio fueron once, pero a partir de un pedido del cardenal Bergoglio, actual arzobispo de Buenos Aires, se duplicaron. Aunque insuficientes para responder a más de dos millones de bonaerenses que viven en aproximadamente mil villas, se han propuesto trabajar en red para encarar una tarea compleja, donde los jóvenes están expuestos al flagelo diario de la pasta base y el acceso a la educación está muy lejos de su alcance.
Una de las intuiciones nacidas de la fe de estos curas es que estos jóvenes, saliendo del circuito criminal de la droga, sean agentes de recuperación para ayudar a sus pares. Resulta muy difícil entender la situación de un adicto; hay pocos oídos con capacidad de escucharlos.
La cámara sigue especialmente los pasos y vueltas de tres personajes: el Padre Julián, un compañero belga y la asistente social, que transitan por pasadizos y rincones de callejuelas estrechas, donde cada tanto la policía incursiona persiguiendo traficantes de drogas o estallan balaceras entre pandillas.
Pablo Trapero, director de la película rinde homenaje al padre Carlos Mugica, cura villero asesinado en Villa Luro en 1974, no sólo en la dedicatoria sino en los perfiles del Padre Julián (Ricardo Darín), de clase social acomodada y comprometido con los habitantes de una villa extendida alrededor del “elefante blanco”, título proveniente de un megaedificio destinado a hospital y nunca terminado, comenzado en los años treinta por iniciativa del socialista Alfredo Palacios.
Donde otros sólo ven drogas y delincuencia, estos curas ven esperanza y oportunidades. Allí también está Dios, oculto y humillado, en los rostros lacerados y olvidados de estos “sobrantes” de la sociedad. Allí tratan de sembrar una cuota de humanidad y solidaridad. Lugares sin saneamiento, ni agua corriente donde la sensación del espectador es que todo resulta angosto y angustioso.
En medio de esta precariedad el Padre Julián y su pequeño equipo de colaboradores despliegan su actividad: bautizan, celebran misa, tratan de sacar a un adolescente del consumo de pasta base, impulsan un plan de viviendas y son mediadores entre los organismos gubernamentales, el obispado y los reclamos de los que anhelan el justo salario a sus fatigas.
No es fácil internarse en los sentimientos de esos curas y en las urgencias que experimentan a diario; hay una zona de misterio que rodea a un cura con verdadera vocación; ese derroche de compasión y solidaridad hace pensar que lo que hace es un trabajo diferente.
El desafío de entrar a fondo en los escenarios difíciles de la sociedad no es nuevo. Lo vivió el apóstol Pablo que trabajaba como fabricante de carpas. Pero las periferias de las ciudades que crecen, llámense cantegriles, villas o favelas interpelan hoy con nuevos desafíos.
En Francia, donde a comienzos de 1940 surgieron los “curas obreros”. Jacques Loew, uno de ellos, relata en su diario los 12 años como changador en los muelles de Marsella. Con él trabajaba el Padre dominico, Lebret, más tarde fundador e inspirador de los grupos de Economía Humana, que años después aterrizaron también en nuestro país. Sucedió un día que un obrero se accidentó gravemente. Algunos pidieron que se fuera a buscar a un sacerdote para que lo asistiera. El Padre Lebret dijo que él era sacerdote y lo podía asistir. A partir de ese hecho los mismos obreros le pidieron que dejara ese trabajo y viviera en el puerto, cerca de ellos, para acompañarlos como sacerdote. El hecho marca la tensión del cura obrero o villero.
La película es valiente aunque habría mucho más para contar. Algo semejante a la opción que hizo la Madre Teresa, cuando fue a servir a los más pobres entre los pobres, los que morían abandonados en las periferias de Calcuta. Su tarea parecía inútil. ¿Qué sentido tiene lo que usted hace? le preguntaron. Lo mío es sólo una gota de agua; pero sin ella el océano sería distinto!
Columna publicada el 16 de noviembre de 2012 en el Diario «Cambio».