Invitación de los Obispos a la Beatificación de Jacinto Vera
Mons. Jacinto Vera será beatificado el 6 de mayo en Montevideo
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Monseñor Jacinto Vera, nuestro primer obispo era, como tantos antepasados nuestros, hijo de emigrantes. Predestinado desde su nacimiento a ser misionero, fue concebido en Europa, en las Islas Canarias, donde sus padres residían y habían contraído matrimonio. Cuando, junto a sus hijos mayores, se embarcaron en busca de un futuro prometedor, Jacinto nació en el océano, a bordo del barco el 3 de julio de 1813, y fue bautizado en Florianópolis, donde la familia debió hacer una escala en su viaje debido a los conflictos armados que tenían lugar en su proyectado puerto de destino: la que entonces era la Provincia Oriental, y es hoy la República Oriental del Uruguay. Finalmente, firmada la paz, llegaron a instalarse en un campo del departamento de Maldonado, y tras varios años de trabajo sacrificado, consiguieron ahorrar lo suficiente para comprar su campo propio en la zona de Toledo, en el que luego sería Departamento de Canelones. Creció como un niño gaucho, inmerso en las costumbres locales, que mantendría incambiadas por el resto de su vida y su ministerio: de niño usaba poncho, chiripá y botas de potro; tomaba mate; era un hábil jinete que se trasladaba a caballo con la destreza del baqueano, el conocedor del medio rural donde transcurría su día a día. Campesino laborioso, al mismo tiempo fue un excelente exponente de la llamada “viveza criolla” y la “garra charrúa” en el buen sentido: fuerte, con gran inteligencia práctica, bromista, famoso por el sentido del humor, encantador al decir de quienes lo conocieron, de grandes amigos y profundos lazos familiares.
Estos hechos modelaron la personalidad de Jacinto Vera, un inmigrante nacido en el mar, que supo asumir totalmente los valores de su patria. Un gaucho enamorado de Cristo que se entregó por completo a su misión. Alguien que repetidamente escuchó frases del tipo: “Tú no puedes, Jacinto.” No puedes desarrollar tu vocación de sacerdote porque no hay dinero, porque debes ir la guerra, porque no hay donde estudiar, porque las distancias son largas. No puedes ser vicario apostólico porque no eres del agrado de la masonería, no puedes administrar tu Iglesia porque el poder civil no te lo permite. No puedes con la pobreza, la ignorancia, las carencias de tu pueblo, la dureza de los caminos, el frío. Un hombre que enfrentó el “tú no puedes” con la oración, la confianza en la gracia de Dios, el amor a Jesús, el amor a la Virgen, el amor a su pueblo. Que contestó al “tú no puedes” con la sabiduría, formando colaboradores, trabajando con tesón, inteligencia, capacidad y fuerza.
A partir del año 1859 estuvo al frente de la Iglesia nacional, primero como vicario apostólico, luego en 1865 como obispo de Megara, y finalmente como primer obispo de Montevideo en el año 1878. Cuando asumió, Uruguay todavía estaba en camino de consolidarse como Estado y como nación. El vicariato contaba con pocos templos, escasos sacerdotes, casi todos extranjeros, y muy menguados recursos. No había seminario, ni diócesis, ni dineros para solucionar ninguno de estos problemas. Hombre de gran capacidad de mando y excelente conductor, con visión de estadista don Jacinto armó la Iglesia uruguaya en todos los sentidos, en lo nacional y lo internacional.
Jacinto Vera, el obispo misionero, antes de ser obispo, ya era misionero. Siendo párroco, recorría infatigable a caballo o en carro los vastos campos de Canelones, con sus muchas capillas dispersas. Durante el ministerio sacerdotal, se destacó también por la pobreza y el desprendimiento material. Múltiples testimonios de sus contemporáneos lo describen como alguien a quien no se le podía dar nada para su uso personal, porque todo lo regalaba a su vez a quienes lo necesitaban. Cuentan que, al recibir la notificación de su nombramiento a la más alta dignidad de la Iglesia nacional, no tenía pantalones bajo la sotana, porque el último par que le quedaba se lo había dado a un pobre. El pueblo de Guadalupe, para la ocasión, hizo una colecta y le regaló un traje talar.
Como cura, fue un modelo de fidelidad a Cristo, de amor al pueblo confiado a su cuidado, y de respuesta amorosa de parte del pueblo. Jacinto era el sacerdote católico en todas sus facetas: la defensa de la verdad, del pobre, de la libertad, incluida la libertad religiosa. Aparece nítidamente en su historia el aspecto de sacerdote, con unas características propias e inconfundibles, que en cierta manera identifican el estilo de Iglesia uruguayo. Todos los misioneros que llegan del exterior, resaltan esa manera de ser Iglesia que tenemos en nuestro país: esa cercanía, esa familiaridad, esa proximidad, que arranca desde Jacinto Vera, un cura rural que, siendo párroco en Canelones, o siendo obispo, no cambió nunca. Fue una persona, íntegra, sin dobleces, querido y admirado por todos por sus cualidades humanas. Nunca se vio un obispo tan humilde, pero a su vez actuando de ese modo con tanta naturalidad, sin demagogia y sin desmedro de la dignidad inherente a la investidura. Una humildad que no se contraponía con la dignidad del culto.
Nuestro obispo santo era un hombre que conocía y amaba a su pueblo. Dedicó su vida a dignificarlo; a llevarle el auxilio de los bienes espirituales y materiales en todos los órdenes a su alcance. Por eso recorrió el país en tres giras misionales completas, en una época en que no había ni caminos ni puentes. En cada pueblo que visitaba, colocaba una cruz, que en muchos casos se conserva hasta el día de hoy. Se abrió camino a campo traviesa, para llevar el Evangelio a los rincones más remotos del campo. El medio de transporte por entonces eran las carretas tiradas por caballos o bueyes, que al decir de europeos que visitaban nuestras tierras, eran demasiado precarias para cumplir bien sus funciones. Y hablamos de un país con vastos espacios semisalvajes, donde las jaurías de perros cimarrones, los animales feroces y los gauchos matreros constituían un peligro real para los viajeros. Un Uruguay además sumido en permanentes guerras civiles, y con una casi inexistente organización social.
Al decir de su santidad Benedicto XVI: “…el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal, encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de responsabilidad del uno hacia el otro”. Mons. Jacinto Vera dedicó su vida sacerdotal a propiciar ese encuentro. El perfil de Jacinto sacerdote está marcado por la alegría del padre al recibir al hijo que vuelve a casa. Procuró la integración del pueblo cristiano, trayéndolo a los sacramentos: la acogida amorosa de la Iglesia a los hijos dispersos. Y esto no en teoría. Para poner un ejemplo, en su primera misión como vicario apostólico, las cifras son elocuentes: al acabar la primera etapa, la caravana había visitado los pueblos de los departamentos de Durazno, Florida, San José (incluida Trinidad que entonces era Dpto. de San José), Colonia y Soriano. En dicho período los misioneros habían regularizado la situación de setecientas parejas que convivían, celebrando sus matrimonios, y habían confirmado a más de veintitrés mil personas. El número de confesiones y comuniones resultaba difícil de precisar, pero se estimaba en la cifra de veintiocho mil. Partiendo de la base de que el total de los habitantes de los cinco departamentos mencionados ascendía a unos sesenta y dos mil, más de la mitad de la población hábil había cumplido con sus deberes religiosos. Descontados los menores, los que sufrían impedimentos como la distancia o la edad avanzada, el porcentaje resulta todavía más elevado. Este denodado trabajo apostólico, así como sus copiosos frutos, mereció el categórico elogio del papa Pío IX comunicado a Vera por el cardenal Antonelli.
Sacerdote abnegado y entregado a su misión, por esa fe y esa entrega Jacinto trabajaba jornadas interminables. Empezaba normalmente a las cuatro de la mañana, porque nunca se perdía su espacio de oración y meditación personal, y seguía confesando hasta las once de la noche. El superior de los salesianos, Mons. Lasagna, cuando estaba en Montevideo, en una carta que escribió a Don Bosco le comentaba acerca de Jacinto: “…su apostolado no lo ejerce en salones cubiertos de tapices bordados de oro, ni desde un escritorio, hundido en un suave sillón con posabrazos, sino en la cabecera de los moribundos, en el tugurio maloliente del mendigo que visita y socorre en persona, en el confesionario dentro del cual se encierra durante largas, larguísimas jornadas enteras, dispensando a sus hambrientas ovejas el pan del consejo y del perdón”. Y concluía Lasagna: “Todos saben y dicen que en la ciudad de Montevideo confiesa más el Obispo que todos los sacerdotes juntos”.
Quizá por eso la historia de Jacinto Vera tiene tanto para decirnos e inspirarnos: se trata de vencer las adversidades, las limitaciones del medio, para alcanzar resultados de excelencia aun a pesar de ello. ¿En qué tarea? La de evangelizar. Don Jacinto es ejemplo de la evangelización nueva a la cual invitaba Juan Pablo II en 1983: en su ardor, en sus métodos, y en sus expresiones. Nuestro primer obispo fue un experto en desarrollar estrategias creativas a la hora de evangelizar. Y a esa tarea se entregó sin medir esfuerzos. Bajo su conducción, la Iglesia católica en el Uruguay se formó, creció y se proyectó hasta nuestros días.
Por: Dr. Esc. Laura Álvarez Goyoaga