El centenario del naciomiento de San Juan Pablo II motivó al obispo emérito de Minas, Mons. Jaime Fuentes, a hacer memoria del «Papa Magno» y de las cruces que debió llevar cada día durante más de un cuarto de siglo «con elegancia, con una sonrisa, con un renovado recomienzo cada día… «. «Y lo hizo; por eso es un gran santo; precisamente porque supo unir su cruz a la Cruz», asegura Mons. Fuentes en su reflexión que comenzó a delinear a partir de la gran cruz que la visita del Papa Juan Pablo II nos dejó en Tres Cruces. «Cuantas veces paso por Tres Cruces y la veo allí, recortada sobre el cielo, blanca y elegante como una novia, la cruz que nos dejó san Juan Pablo II me habla desde más allá del tiempo… Ahora, cuando se cumplen cien años del nacimiento del Papa Magno, lo hace aún con mayor elocuencia».
En el Centenario de san Juan Pablo II
COMO EN UN BAÑO DE LUZ
Cuantas veces paso por Tres Cruces y la veo allí, recortada sobre el cielo, blanca y elegante como una novia, la cruz que nos dejó san Juan Pablo II me habla desde más allá del tiempo… Ahora, cuando se cumplen cien años del nacimiento del Papa Magno, lo hace aún con mayor elocuencia.
La cruz me recuerda, enseguida, las palabras de Aquel a quien san Juan Pablo II debió representar durante más de veinticinco años: – “El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”.
En estos tiempos raros que nos han tocado, a los ojos de muchas personas la cruz tiene nombre propio: se llama Covid-19 y, como bien sabemos, todo lo que se haga es poco para evitar que actúe. La sola posibilidad imaginaria de que “me toque”, es causa de inquietud…
Pensándolo mejor, sin embargo, si la condición que señaló el Maestro para seguirlo es llevar la cruz cada día, ¿no habrá que encontrarla en realidades menudas, ordinarias, antes que en un suceso extraordinario como el ataque del bicho?
Volvamos a la visita de Juan Pablo II al Uruguay. Aquel 31 de marzo de 1987, cuando llegó a Montevideo llovía a baldes, sin consideración. El presidente Sanguinetti lo recibió con impermeable, los paraguas eran puramente simbólicos para proteger al Papa del agua mientras pasaba revista, con mucha paz, a las tropas formadas en la pista del aeropuerto…
Al llegar a la Catedral, lo recuerdo muy bien, para encontrarse con sacerdotes y religiosos, su sotana blanca estaba arrugada por el agua. El papamóvil no había podido resistir la fuerza de la lluvia… Pero Juan Pablo II había recorrido la rambla saludando, mirando y bendiciendo con enorme cariño a la gente que, para verlo pasar, lo esperaba cantando bajo la lluvia… Un niño describió su experiencia en una carta: Querido Papa: tengo 10 años, soy uruguayo y vivo en Montevideo su capital. Yo te fui a ver cuando vinistes e incluso lo tengo grabado. No me voy a olvidar nunca cuando vinistes la primera vez yo era muy chico y estaba lloviendo. El Papamóvil se detuvo y tú me mirastes detenidamente porque era chico estaba debajo de la lluvia y me vendecistes. Testimonios como este, de un encuentro personal con el Papa en medio de la multitud, los hay en cantidad.
Una vez que terminó el acto en la Catedral, fue hasta el Palacio Taranco: a saludar, a saludar, a saludar y a pronunciar otro discurso… Y de ahí a la Nunciatura, sin apuro, como disfrutando el atardecer de una primavera… bajo agua. A la gente joven que lo esperaba en el portón de la casa, después de escucharlos un rato les aseguró: – Ahora vamos a dormir, que mañana hará buen tiempo. ¡Adiós!
A la mañana siguiente, cuando empezó la Misa en Tres Cruces, dejó de llover. Fue una celebración cuidada en todos los detalles. Y el Papa se sintió muy a gusto. Mientras pronunciaba la homilía, varias veces lo interrumpieron los gritos que pedían que volviera… Juan Pablo II bromeaba: – ¡Pero si todavía no me fui!…
Al terminar agradeció la “buena música” de la orquesta del SODRE y aseguró que iba a regresar al Uruguay. Después saludó uno a uno a los enfermos, colocados en la primera fila de los asistentes. Tenía todo el tiempo del mundo para entregarse a ellos.
Al mediodía salía el avión que lo llevaba a Chile. Apenas habían transcurrido poco más de doce horas desde su llegada, y ya estaba el Papa en el aeropuerto despidiéndose de las mismas autoridades que lo habían recibido la tarde anterior. Y dentro de tres horas estaría en Santiago, saludando de nuevo, sonriendo, escuchando…
La cruz que presidió la Misa es enorme y pesa mucho: es la cruz del Papa, la que debió llevar cada día durante más de un cuarto de siglo. Y lo hizo; por eso es un gran santo; precisamente porque supo unir su cruz a la Cruz.
En 1998 tuve la suerte de ir a Cuba, a informar sobre el viaje de Juan Pablo II a la isla. El último día, en un libro de José Martí, encontré por casualidad unos versos que son la explicación exacta de su vida: Cuando al peso de la Cruz/ el hombre morir resuelve/ sale a hacer el bien y vuelve/ como en un baño de luz.
Celebrando un siglo de su nacimiento, le pido a san Juan Pablo II, Magno, que me enseñe un poquito a llevar mi cruz – ¡qué pequeñez! – como él cargó con la suya: con elegancia, con una sonrisa, con un renovado recomienzo cada día… Me parece que este el camino para mejorar el mundo.
Jaime Fuentes
Obispo emérito de Minas
Publicado en http://www.desdelverdun.org/2020/05/como-en-un-bano-de-luz.html