La foto dio la vuelta al mundo. Un hombre de mediana edad, piloto jordano capturado por el Estado Islámico, enjaulado como fiera salvaje y una lengua de fuego que empieza a quemarlo vivo. Semejantes crueldades aparecen en los noticieros, el cine y en la vida social, también en nuestro país.
El salvajismo, en efecto, es una ingrediente de la condición humana de todos los tiempos. La cuestión es qué hacemos con ese instinto cainita que nos habita y que despuntó en los albores de la humanidad, según la Biblia, cuando Caín asesinó a su hermano.
No ignoro los enormes esfuerzos por restablecer o cultivar la paz en tantos rincones del mundo. Existen muchas propuestas y modos de abordar la violencia. A fin del año pasado durante un encuentro de párrocos nos visitó un educador compatriota. Con optimismo respecto a los resultados, nos explicó cómo funcionan los talleres “ES-PE-RE” (Escuelas de Perdón y Reconciliación), que trabajan sobre situaciones de conflicto con diversos grupos que lo solicitan.
A veces me da la impresión que son gotas en un turbulento océano. Necesarias por cierto, como respondió la Madre Teresa cuando alguien le preguntó por qué perdía tiempo dando de comer a unos pocos hambrientos en las periferias de Calcuta. Son gotas, por supuesto, pero el océano no sería el mismo si le faltaran esas gotas.
Algunos “progresos”, abriéndose paso como gigantescos robots, manejados por cerebros sin alma, son maquinarias infernales sembradoras de muerte y destrucción. Cuánta inteligencia mal usada, al servicio de planes macabros.
Felipe González, ex presidente del gobierno de España, con gracejo andaluz, pintó como en un videoclip el estado actual de la evolución de la especie humana:“¡No es que vengamos del mono, vamos p´al mono!”
Coincidirán en que es más fácil que lo entienda un adulto y no un joven. La evolución ascendente de la especie humana requiere inteligencia lúcida, trabajo y tiempo. El desarrollo humano no se mide sólo por lo que consumimos, el confort de los espacios que habitamos, los vehículos en que nos desplazamos velozmente, las sofisticadas tecnologías de la información o las naves espaciales que navegan a hacia lejanísimos destinos.
El desarrollo humano hay que medirlo con criterios cualitativos apropiados. Hay desarrollo en humanidad, cuando existen personas con una “bondad” decantada, mezcla de experiencia y sabiduría, no repetidora de frases. Hay personas que son “buenas” a carta cabal, nobles, confiables. El que conoce a una de estas personas ha encontrado un tesoro. Y felizmente esas personas existen. Y son como un capital de esperanza ante tanta barbarie.
Hace pocos días vi la película Hannha Arendt. Relata las peripecias de una pensadora alemana de familia judía. Escapa a Estados Unidos antes del estallido de la persecución nazi y más tarde es contratada por el New York Times para cubrir en Jerusalén el juicio de repercusiones mundiales al oficial alemán Adolf Eichman, el año 1961. Las declaraciones de este hombre sorprenden. ¿Estamos ante un cínico, un loco, un mentiroso o un títere? Declara que él era únicamente encargado del transporte de judíos hacia los campos de concentración.
Hannah A. queda sorprendida y analiza cómo es posible el oscurecimiento de la capacidad de pensar y discernir entre el bien y el mal. Esta anulación es signo del grave deterioro de la condición humana que llega a justificar olímpicamente los peores actos de barbarie.
Ampliando su reflexión, esta pensadora judía percibe que asistimos a una destrucción de los valores morales tradicionales.“Estamos en una época donde lo que hasta ahora había parecido fijado en la moral, se ha derrumbado, ya no tenemos moral entendida como un conjunto de reglas claras y seguras que nos permitan distinguir entre el bien y el mal”.
Resumiendo: la dimensión ética y religiosa de la vida, honestamente vividas, deberían ayudarnos a superar la barbarie.
Columna publicada en el Diario «Cambio» el 7 de febrero de 2015