Mons. Jaime Fuentes, Obispo de Minas
11 de marzo de 2014: cien años del nacimiento de un santo, que sucedió a otro santo: Don Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei.
Me preguntan sobre Don Álvaro –lo conocí viviendo en Roma con el fundador y con él durante dos años- y apenas puedo contar dos o tres detalles menudos… Si se trata, en cambio, de hablar de san Josemaría, no necesito hurgar para rescatar recuerdos. Y es que Don Álvaro fue solamente y nada menos que su sombra.
Es muy distinto vivir a la sombra de alguien, que decidir voluntariamente gastar la vida siendo su sombra, es decir, sirviéndolo, ayudándolo, pisando donde él pisaba y, en no pocas ocasiones, adelantándose a dar los pasos más difíciles para ahorrarlos a quien servía.
El lema vital de san Josemaría, fue el eco de aquel propósito del Bautista en relación a Jesús: “es necesario que Él crezca y que yo disminuya”. Convencido de que la Obra que había fundado no era suya, sino de Dios, san Josemaría decía: “ocultarme y desaparecer es lo mío; que sólo Jesús se luzca”. Cumplió este propósito hasta exprimirlo. Don Álvaro, sin palabras, lo acompañó con la mayor fidelidad. Cuando llegó el momento de ocupar su lugar, todo su empeño –ahora sí, declarado formalmente- fue continuar siendo la sombra de san Josemaría, puesto que él, aseguraba, seguiría desde el cielo dirigiendo el Opus Dei.
En distintas ocasiones, el Papa Francisco se ha referido al “instinto sobrenatural” que se vive en la Iglesia (sentido de la fe es su nombre, sensus fidei) por medio del cual, entre otras expresiones, los fieles captan al vuelo la santidad de otras personas. Me vienen a la memoria, en relación con Don Álvaro, dos manifestaciones.
En 1998 viajé a La Habana a cubrir la información del viaje de Juan Pablo II para una radio de Montevideo. Una tarde, mientras vagabundeaba por la parte antigua de la ciudad, llegué sin proponérmelo al Seminario de San Carlos. Nada más pasar el portón de madera rancia, encontré un claustro y un patio fresco de plantas tropicales. Varios muchachos iban y venían, con gestos apurados…
Me presenté a uno de ellos y enseguida me invitó a cenar: arroz a la cubana, no me olvido. Estaban preparándose para ir a recibir al Papa a la Nunciatura Apostólica, en la que se alojaba. Me apunté al plan.
Fuimos en un taxi de ocasión: tres pasajeros atrás y dos adelante. El seminarista apretujado a mi lado se llamaba Juan Carlos. Tenía 36 años, era ingeniero hidráulico y había entrado en el seminario apenas un año antes.
Cuando supo que yo pertenecía al Opus Dei, empezó a hablarme con entusiasmo de los libros que había leído de su fundador, entonces Beato, y del bien que le habían hecho. En un momento me hizo una pregunta sorprendente:
– ¿Usted no cree que monseñor del Portillo es tanto o más santo que el fundador del Opus Dei? – ¿Por qué dices eso?
– Porque pienso que un hombre tan inteligente (Don Álvaro, en efecto, era un fuera de serie: Doctor en Ingeniería civil, en Historia y en Derecho Canónico), que recibió en la Iglesia encargos de tanta responsabilidad (antes, durante y después del Concilio, la Santa Sede le confió numerosas tareas de envergadura) y que siempre estuvo en silencio, al lado del fundador, ayudándolo a sacar adelante la Obra… ¿No cree que para vivir así hay que ser muy humilde y muy santo?
Juan Carlos –hoy párroco de la catedral de Pinar del Río- había “olfateado” en Don Álvaro lo que bastantes años más tarde, en 2012, me dijo por experiencia personal el Cardenal Mc Carrick, arzobispo emérito de Washington, de paso por Montevideo:
– ¡Ah, Don Álvaro! Estuve con él más de una vez… ¡Qué hombre santo! Pienso que su canonización será muy fácil, ¡muy fácil!
El próximo 27 de septiembre será el primer paso, la beatificación, en Madrid. En Madrid nació, estudió y trabajó profesionalmente; allí conoció a san Josemaría y se entregó a trabajar codo a codo con él para sacar adelante el Opus Dei; allí sufrió la persecución comunista de la guerra civil; en Madrid, fue ordenado sacerdote.
Quienes lo trataron lo recuerdan, siempre, con una sonrisa que irradiaba paz. Es un regalo reservado por Dios a los hombres y a las mujeres que se han tomado en serio a Jesucristo y hacen realidad lo que él enseñó: “el que pierda su vida por mí la encontrará”.
Estamos viviendo un tiempo de santos -quizás no caemos bien en la cuenta- a los que debemos recurrir como intercesores delante de Dios. El Papa Francisco insiste una y otra vez en que cultivemos la ternura, la comprensión, la misericordia. Don Álvaro, desde su juventud, fue un ejemplo extraordinario de estas virtudes.
Recién terminada la guerra civil española, fue destinado unos meses, como alférez, a Olot, un pueblo de Cataluña. Cuando debió trasladarse a un nuevo destino, una mano castrense anónima, por completo infrecuente en ese estamento, escribió en una pared del cuartel: “No lloréis, soldados, la marcha del alférez Portillo. ¡Qué buen padre hemos perdido!”. Don Álvaro, al irse al cielo san Josemaría, en 1975, no fue solamente su sombra: entonces empezó a ser el mejor de los padres.