Sebastián, joven liceal, vino ayer a ofrecerse para colaborar en la Jornada Diocesana del próximo Domingo. Auriculares en su mano, me dijo que podía dar una mano en la parte de amplificación y animación.
Nos habíamos encontrado en otra ocasión, cuando vino a pedirme una Biblia para su prima que viajaba a Cuba para estudiar medicina.
La chispa juvenil de Sebastián contrastaba con una escena de tristeza el Domingo pasado en Pueblo Biassini. La tarde fría y mojada por leve llovizna se hizo más fría cuando tomé el camino del cementerio. A un año de la muerte, familiares y amigos de un joven de 17 años, revivían el sacudón, la impotencia y las preguntas sin respuesta de una vida tronchada por un suicidio. Silbaba el viento y los invité a un momento de oración.
La madre no lo pudo evitar. Voló después de una llamada del hijo comunicándole la decisión. El desaire de una noviecita parece haber sido el detonante. Poco más que eso pude hilvanar a partir de palabras entrecortadas.
Saltan muchas preguntas ante los suicidios juveniles. El amor juvenil tiene una fuerte carga emocional, en especial para un joven que quizás en un entorno familiar con escasas expresiones de afecto, queda deslumbrado por un flechazo. Contrariamente al tango: “hoy un juramento, mañana una traición, amores de estudiante, flores de un día son.”
¿Por qué habrá tan poca capacidad de soportar una frustración amorosa? ¿Cómo se viven o asimilan otras frustraciones: en el estudio o en el trabajo, o en la aceptación de condiciones físicas que nos hacen más o menos aptos para practicar un deporte. Oí decir una vez a mi padre en relación a un perro de la casa que estaba por morir: es bueno que lo vean así, los prepara para cuando lleguen otras muertes; refiriéndose a los seis nietos, que vivían en la casa de al lado.
Otra perspectiva sobre el tema, puede ser consecuencia de una cultura y mentalidad narcisista que lleva a pensar que somos el centro de toda realidad; lo cual no favorece en nada la asimilación de golpes adversos.
Este narcisismo fracasado nos recuerda que es falso el sueño de una civilización feliz, lograda mediante la tecnología y la abundancia de bienes. El crecimiento tecnológico no puede tapar la pobreza de la vida interior, la pérdida del sentido de gratuidad o del asombro, que es tan importante, según los antiguos, como disparador de una experiencia espiritual. Esto es el fenómeno que viene golpeando a los jóvenes a partir de los años sesenta en los Estados Unidos. Si hace 40 años en los países occidentales las conductas suicidas de adolescentes representaban alrededor de un octavo dentro del conjunto del fenómeno suicida, hoy constituyen un quinto. En Estados Unidos entre los años 50 y 80, la incidencia del suicidio entre jóvenes se multiplicó por tres.
Entre las causas que alimentan estas conductas suicidas, habría que añadir también fenómenos como la crisis de la familia, la disgregación del tejido social y el aumento de comportamientos destructivos a nivel juvenil.
No es un dato marginal; baste repasar imágenes de la televisión y el cine al respecto, cuyo mensaje de fondo es: cualquier cosa que tengas ganas de hacer, se convierte, por sí misma, en lícita. Este fenómeno muestra las contradicciones y las antinomias de un mundo siempre menos basado sobre fundamentos y puntos de referencia éticos. Soslayo ex profeso el tema de la marihuana que merece mayor atención.
Un pragmatismo ético que te dice: todos son iguales o mejorar es imposible, evita cuestionarse y buscar la verdad, asunto que una buena educación no debería eludir, a nuestro entender. Porque verdad no es sinónimo de imposición o sectarismo sino de libertad con respeto.
Vivimos en el mundo del hacer, pero el simple hacer a menudo va acompañado por una especie de desafección, o sea, hago pero no me implico afectivamente. La persona con profunda tristeza no sabe fatigarse ni dedicarse a fondo. En nuestro tiempo, dice un autor, hay gente que no sabe cultivar amores de largo aliento; dicen: qué aburrimiento!
Columna publicada el viernes 27 de setiembre de 2013 en el Diario «Cambio»