La escritora Dra. Laura Álvarez Goyoaga, en el último número del Quincenario “Entre Todos”, aborda la misión de evangelizar la cultura. Compartimos sus reflexiones:
No es fácil encontrar el mensaje de Jesús en la televisión, la radio, los libros, el cine. A pesar de que cerca de la mitad de los uruguayos dicen ser católicos, el Evangelio está muy poco presente en nuestra cultura. Pero… ¿es la cultura que nos cierra las puertas, o somos nosotros los que no nos esforzamos por comprenderla y, a partir de ahí, evangelizarla?
Podríamos ensayar múltiples definiciones para precisar los conceptos de cultura, producto cultural o industria cultural, pero en general todas ellas remiten al hecho de que las personas reaccionan frente al ambiente que las rodea, y a la vez reciben su influencia. Por citar dos autores: Iuri Lotman entiende que la cultura dibuja el perfil de una sociedad, y Raymond Williams describe a la literatura como una forma de producción de hábitos, estilos de vida e ideologías sociales.
La industria cultural tiene sus códigos propios, entonces, y para comunicarnos a través de ella con nuestros semejantes, debemos manejarlos. De lo contrario, no habrá comunicación alguna, como no puede haberla entre dos interlocutores que hablan idiomas diferentes. A este sistema estamos todos sometidos, como bien lo señala, entre muchos otros, Umberto Eco.
Enfrentados a esta realidad, uno de los caminos que podemos tomar es el de encerrarnos en nuestro mundo cultural católico, con códigos y sistemas propios, donde nos entendemos entre nosotros y nos sentimos cómodos. Otro, es asumir la misión de evangelizar la cultura. En este último caso, no deberíamos concentrarnos en liberar al hombre del sistema, sino en volverlo consciente de que el sistema existe. Sólo así podrá actuar con libertad y será capaz de recibir eficazmente las Verdades de nuestra Fe, a través del sistema y apoyándose en él.
La tarea no es fácil, ya que en ese camino, tendremos que enfrentar mecanismos que pueden ser (y lo son) empleados con fines de control y de coacción de las conciencias. En mi caso personal, aunque ya cuento el proceso en algunos años, soy casi una recién llegada a la Fe Católica. Alguien me dijo una vez que, con el entusiasmo propio del nuevo converso, suelo ser muy militante en los hechos a la hora de afirmar mis convicciones y creencias. Personalmente, no lo veo tan así: tengo muchísimos amigos católicos que me sacan amplia ventaja. Pero sí concuerdo en que, presionados por el empuje de quienes pretenden hacer de las expresiones religiosas algo privado, los católicos muchas veces terminamos callando frente a quien grita, o diciendo nuestras Verdades en tono de pedir disculpas.
Las modas intelectuales cambian todo el tiempo, pero siempre sobre una misma línea: aunque nos quieran hacer pasar gato por liebre, y se autocalifiquen como objetivos o librepensadores, los que alegan no creer en nada, en último término creen en sí mismos. En cualquier perspectiva de análisis relacionada con la industria cultural siempre hay detrás algún punto de vista ideológico.
La misión de evangelizar la cultura implica asumir que, en este siglo XXI, desde hace un tiempo, “hablar bien” equivale a hablar de lo “políticamente correcto” (como en las primeras décadas del siglo XX equivalía a expresarse con corrección gramatical y usar el lenguaje adecuado a una persona escolarizada). “Hablar bien” hoy significa, en muchos casos, promover antivalores: estimular el disfrute del ahora, implantar sin discusiones el todo vale, aceptar que el aborto es un derecho de la mujer o que la identidad sexual es una opción, a modo de enumeración que no agota las posibilidades. Pero no por ello debemos dejar de tener siempre presente que, mientras las modas van y vienen, la Verdad es atractiva para todos. En ese sentido, los católicos somos custodias de un tesoro: las mejores fuentes de sabiduría, arte y belleza. Y si nos ponemos en manos de Cristo, ¿quién podrá contra nosotros?
Vivir en mi tiempo me obliga a tomar (por acción o por omisión) decisiones difíciles, que nadie puede tomar en mi lugar. Y esa decisión mía, personal, unida a una serie indefinida de decisiones que toman mis contemporáneos, implica a toda la humanidad. En ese conjunto de consumidores de productos culturales que comprende a la humanidad entera, el tema adquiere un nuevo nivel de complejidad cuando manejamos conceptos como gran público o cultura de masas. En los hechos, y aunque la alta cultura se rasgue las vestiduras, a partir del desarrollo de diferentes medios de comunicación accesibles (televisión, periódicos, radio, cine, revistas, novelas populares), los productos culturales están disponibles para un número cada vez mayor de personas. Vivimos en el universo de la comunicación de masas, y si queremos hablar de valores o transmitir valores, es por su intermedio que están dadas las condiciones para hacerlo.
¿Dónde se juega el partido definitorio entonces? Permítanme contestar según mi experiencia: es en el debate entre la alta cultura y la cultura popular. Si no estamos presentes en el campo del gran público, perdemos uno de los espacios más fértiles para la evangelización. Más aún, porque en él están actuando una serie de operadores culturales, que en realidad utilizan a las masas para su propio lucro, sugiriendo al público lo que debe desear. Al consumidor del producto cultural que ofrecen, por ejemplo, los malos programas de televisión, no se le invita a integrar un proyecto, sino, como bien dice Umberto Eco, “se le sugiere que desee algo que otros han proyectado”.
¿Es posible ser eficaces en esta misión? ¿Podremos ganar un espacio amplio y relativamente estable, con la pretensión de concretar una intervención evangelizadora a través de productos culturales? ¿Qué acción cultural es capaz de lograr que ellos puedan ser vehículos dignos de los Valores de nuestra Fe?
Estamos rodeados de ejemplos que nos muestran que sí es posible. El arte fue, en todos los tiempos, un gran aliado de la evangelización. La novela popular es, sin dudas, una de sus herramientas clave. El desafío de quienes la cultivamos, a la hora de evangelizar, no es menor: animarnos a escribir esos libros que contribuyan a crear el ambiente cultural de una época. Que transmitan la experiencia de Fe combinando un repertorio de situaciones aceptadas y del gusto de los lectores, invitando al público a ser parte del proyecto.
Para ello, necesitamos valorar también el manejo de un lenguaje que todos entiendan. Un desarrollo bien llevado del texto, siguiendo los mecanismos conocidos, capaz de producir emociones. Buscar la referencia a los sucesos de la vida cotidiana. Apelar a sentimientos y experiencias comunes. Trabajar con la atención puesta en la función recreativa, empleando materiales familiares a los lectores. Y procurar que el producto cultural final esté bien presentado, y sea accesible en cuanto a precio y al canal de distribución. Porque en esto de la cultura, es claro que no alcanza con ser, también hay que parecer. Y, como pide San Pablo, evangelizar “a tiempo y a destiempo”.
“Construir un público, la historia de la literatura lo enseña, es una de las operaciones más complicadas de la cultura moderna”, dice Beatriz Sarlo. A ese desafío nos enfrentamos. Por eso debemos trabajar unidos, generar habilidades y fortalezas, apoyarnos y aprender unos de otros. Lo bueno es que estamos viviendo tiempos fascinantes: un punto de inflexión donde es posible visualizar el camino para ganar, paso a paso, lugares para la perspectiva católica en el campo cultural.
Quienes pretendemos evangelizar la cultura haríamos bien en inspirarnos en la humildad de San Vicente Ferrer, brillante orador, que antes de predicar rezaba para pedir a Dios la eficacia de la palabra.
Tomada de Quincenario “Entre Todos”, N° 283