Ayer a las tres de la mañana regresamos de Brasil; viaje algo fatigoso por las 12 horas en ómnibus junto a una delegación de Concordia, pero también enriquecedor por los participantes y temas conversados. Menciono de paso el verde paisaje que abraza al viajero, con abundantes plantaciones de yerba mate que asoman la cabeza en la rojiza y ondulada tierra de la Provincia de Misiones.
El programa de los tres días se desarrolló en Dionisio Cerqueira, ciudad brasilera ubicada donde se juntan dos Estados de Brasil, Santa Catarina y Paraná. Está conectada por frontera seca a la población argentina de Bernardo Irigoyen, formando un único núcleo urbano, semejante a Rivera y Sant´Ana do Livramento.
Unos 20 uruguayos entre jóvenes, adultos, sacerdotes y los obispos de Melo, Tacuarembó y Salto, participamos en el XXVIII Encuentro de Diócesis de Frontera, convocado en esta ocasión con el propósito de compartir y reflexionar sobre esperanzas, sueños y frustraciones de los jóvenes. Un modo de sintonizar con la Jornada Mundial de Jóvenes, en Río, a fines de julio, donde estará el Papa Francisco.
Miradas y datos sobre población juvenil muy diferentes se juntaban con el interés como educadores de la fe, de escuchar e intercambiar con los propios jóvenes. Hablamos sobre ellos; no tanto con ellos, en parte por el mayor número de adultos y otro poco por los límites de tiempo que disponíamos. En cuanto al número e incidencia de la población juvenil de cada país también hay notorias diferencias.
Muy poco asomó la realidad juvenil variopinta del Paraguay, con altísima población juvenil en comparación con la nuestra, porque tuvo una exigua representación. Del Brasil aprecié la diversificación de iniciativas de compromiso juvenil: en los movimientos sociales, en la política, en las luchas sindicales y en la propia iglesia. “Soy joven y ocupo mi espacio”, uno de los títulos en un periódico diocesano, plasma este espíritu.
Un asunto candente que se debate en las asambleas de jóvenes católicos de Brasil es la pregunta a partir de qué edad los adolescentes y jóvenes son penalmente responsables y por ende detenibles. Enseñar a vivir en libertad no es cosa fácil, pero tampoco se enseña encarcelando. Mientras en nuestro país el número de quienes adhieren a bajar la edad sobrepasa ya el 50%, lo interesante en Brasil es ver cómo los propios jóvenes analizan y toman posición, en lugar de mirar pasivamente a los políticos por tv, si es que antes no hicieron zapping.
Una columna “voz de los jóvenes” informaba que el asunto se analizó en una asamblea ampliada con la participación de profesores de Derecho. Conclusión rotunda: estamos en contra de bajar la edad penal. ¿Por qué el estado no mira las raíces de la criminalidad, que radica en la falta de políticas públicas eficaces para la educación? La prisión no rehabilita a nadie mientras que hacen falta actividades saludables, gratuitas y de carácter socio educativo para el tiempo libre, afirman.
La etapa de la vida joven está llena de energías y mejor es abrirle cauces antes que levantar muros. Algunos ejemplos: tienen mayor acceso a la información y al conocimiento que los adultos pero están en desventaja laboral. Mueren menos por enfermedades infecciosas pero aumentan las causadas por accidentes y violencias. En la actual cultura los jóvenes, viven el desafío de vivir la libertad en la complejidad de condicionamientos; lo que debo hacer y el “hago lo que siento”; la solidaridad o el “solo me importa lo mío”, etc. Y no faltan hoy corrientes culturales que encandilan y empujan para un solo lado.
Al final, resumiendo las situaciones que amenazan a los jóvenes, diría que la seguridad interna ante tantos desafíos la podrán encontrar en la medida en que cuenten con buenos padres y educadores, que ayuden a sacar de adentro lo bueno y a reconocer los propios miedos. La libertad se aprende gradualmente. Vivir con raíces hondas en Dios Padre, con buenos amigos de camino y sueños que sean alas para volar alto.