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Homilía del Cardenal Gianfranco Ravasi en la Misa en el Santuario de la Patrona de la Patria

By 13/11/2015noviembre 15th, 2015No Comments

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«Al forastero que está en medio de ustedes lo tratarán como a uno nacido entre ustedes y lo amarás como a ti mismo». Con estas palabras de la ley bíblica (Levítico 19, 34) quisiera expresar mi gratitud por el recibimiento afectuoso que he recibido de su país. Es más, hoy me han admitido a celebrar la fiesta de su familia nacional, estando en medio de sus obispos, de las autoridades, de todos ustedes «como uno nacido entre ustedes», convirtiéndome en cierto sentido en miembro del pueblo uruguayo que en el pasado ha sabido acoger a tantos inmigrantes que provenían de mi patria originaria, Italia.

La liturgia que celebramos hoy juntos en el santuario-símbolo de la historia de su nación es, por eso, una oración coral que dirigimos a Dios por Uruguay, por sus pastores eclesiales, obispos y sacerdotes, comenzando por mi querido y estimado amigo, el cardenal Daniel Fernando Sturla Berhouet, por las autoridades públicas que rigen esta nación, por todos aquellos que viven y trabajan en esta tierra para que – como auguró san Pablo en su carta al discípulo amado Timoteo proclamada hoy en la liturgia – «podamos disfrutar de paz y tranquilidad y llevar una vida piadosa y digna».

En esta atmósfera familiar quisiera ahora junto con ustedes desarrollar una reflexión simple: ésta florece a partir de la Palabra de Dios apenas escuchada, una palabra fuertemente marcada por la femineidad. Tres, en efecto, son las mujeres que entran en escena y cada una lleva en sí un signo luminoso. Cada una de ellas puede encarnar una virtud que al final componen una especie de constelación de tres estrellas espirituales que brillan en el cielo de nuestra vida cristiana y que guían nuestras obras y nuestros días.

Entra en escena la primer mujer, Judit, cuyo nombre mismo encarna a la entera comunidad judía. Su figura se eleva fuerte y potente en un tiempo de tempestad vivido en la ciudad de Betulia, término que significa “casa del Señor”. Es esa oleada de violencia, de opresión, de injusticia que frecuentemente se extiende como un manto de sangre en la historia de los pueblos y de las personas. Una experiencia que se propaga aún hoy en ciudades y pueblos de muchas naciones, es el mal que envenena las conciencias de las personas, es la violencia que ciega las mentes, es el egoísmo que ignora el resuello de los más pobres y el lamento de las gargantas de los hambrientos.

Judit encarna, pues, la caridad que lucha: su fragilidad de mujer no teme la poderosa arrogancia del potente, el corpulento y brutal general Holofernes, porque ella sabe que tiene junto a sí «al Señor todopoderoso». Por esto su pueblo, Betulia, liberado por ella canta: «has hecho un gran bien a Israel y Dios ha aprobado tu obra… No dudaste en exponer tu vida al ver a nuestro pueblo en peligro. ¡Porque tú nos has liberado de la ruina!». La caridad está acompañada de un cortejo de otras virtudes que son la justicia, la misericordia, la solidaridad, la comunión fraterna. Es más, san Pablo, en el espléndido himno que compone en la Primera Carta a los Corintios (c. 13, trece) sobre el agápe, el amor cristiano, transforma esta virtud como en una flor cuyos pétalos son la magnanimidad, la bondad, la humildad, el desinterés, la generosidad, el respeto, la benignidad, el perdón, la constancia.

La caridad no es, por tanto, un vago sentimiento, sino un compromiso serio que no teme contrarrestar el mal. Incluso con su debilidad de mujer embarazada, también la figura femenina cantada por el Apocalipsis (c. 12, doce), símbolo de la Iglesia y de María madre de Cristo, no vacila contra el dragón rojo sangre, signo del poder prevaricador, de la injusticia arrogante, de la riqueza egoísta y despiadada. Precisamente por esto quien combate por la caridad tiene manos que actúan, incluso a costo de ensuciarlas con cuerpos enfermos y en el servicio de los pobres. En efecto, ¿de qué nos servirá en el día del juicio final tener las manos limpias si las habremos tenido dentro de las bolsas?

En este punto hagamos entrar a la segunda mujer, Isabel, la madre de Juan Bautista. Ella representa la virtud de la esperanza porque su mirada tiende hacia el futuro que su hijo – el que ella lleva ahora en su vientre – indicará al mundo, es decir, el Mesías Jesús. No en vano sus palabras son una bendición y una bienaventuranza dirigidas a aquella que donará a la humanidad ese Hijo pacientemente esperado. Un poeta francés, Charles Péguy, representaba la esperanza como la hermana más pequeña respecto a las otras dos, la fe y la caridad: sin embargo, es ella quien les tira de la mano, como hacen a menudo los niños con sus papás, para hacerlas seguir adelante en la vida.

Y ese poeta concluía: «Es esperar la cosa difícil, en voz baja y con pudor. La cosa fácil es desesperar y es la gran tentación». Sí, la esperanza no es ilusión o vaga aspiración o un deseo no satisfecho. Es, en cambio, compromiso cotidiano en la familia, con días siempre iguales, con trabajos modestos, con hijos quizá rebeldes o con padres distraídos, con ancianos enfermos, con dificultades económicas. Es tener alta la llama que permite avanzar incluso en las noches de duda o de dolor, esperando el alba como los centinelas que caminan en las tinieblas, seguros de la aurora, es decir, de la revelación de la misericordia del Dios Salvador, por usar una imagen del Salmista (Salmo 130,6-7).

En fin, es ella, María, la última mujer en entrar en escena. Para ella asumimos la definición ofrecida por Isabel: es la “creyente”, «¡feliz tú por haber creído!». En el original griego de esta primera bienaventuranza del Evangelio encontramos un participio: María es la “creyente” por excelencia, es el símbolo de la fe pura pronta a resplandecer también en la profunda oscuridad del Calvario frente al Hijo que muere.

Creyente no es quien ha creído una vez para siempre, sino quien, como dice el participio activo del verbo, renueva su credo cada día, en la sonrisa y en las lágrimas, en la fiesta y en la prueba, en la vida y en la muerte.

Caridad, esperanza y fe: he aquí las tres estrellas que nos indican las tres mujeres Judit, Isabel y María, y que deben guiar nuestro camino, tres luces a tener en lo alto una vez que han entrado en nuestras ciudades, en las casas, en la vida cotidiana, comenzando desde este santuario. La Virgen de los Treinta y Tres se asomará sobre nuestras calles con su «sombra bienhechora» y, como dice la oración que se le dedica, hará «que en nuestros hogares florezcan la religión y todas las virtudes cristianas. Haz que veamos el reinado de Cristo, que es el de la verdad y la justicia».

SALUDO FINAL DEL CARDENAL RAVASI

Al concluir esta solemne celebración deseo renovar mi gratitud más afectuosa por la experiencia que hemos vivido juntos. Mañana estaré ya en Roma, una ciudad lejana miles de kilómetros y en un huso horario diverso del de ustedes. Volveré a ver desde la ventana de mi habitación la cúpula de S. Pedro, la columnata de la plaza, el palacio desde donde los domingos el papa Francisco se asoma para el Angelus. A él le había hablado de mi encuentro con ustedes hoy y él me había pedido de traerles su saludo y su bendición. Mañana, por la noche, también yo recordaré este encuentro para mí extraordinario y confiaré a Dios a todos ustedes quienes me han testimoniado una fe tan profunda y alegre. Quisiera pedirles, en este clima de amistad, una oración para que la gracia del Señor Jesús nos sostenga a todos en el creer, en el esperar y en el amar. ¡Gracias!


AUDIOS (Gentileza Radio María URUGUAY)

Homilía

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Palabras finales

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