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Unir aún más a todos los pueblos del Continente Americano

By 09/12/2012diciembre 12th, 2012No Comments

(RV).- El Congreso Iglesia en América, dio inicio en el Vaticano, a 15 años del Sínodo convocado por el beato Juan Pablo II.

“Nos interesará especialmente en este Congreso retomar las intuiciones proféticas del Beato Juan Pablo II y los contenidos fundamentales de la Exhortación Ecclesia in America, así como intensificar las relaciones de comunión y colaboración entre la Iglesia de Canadá y de Estados Unidos con las Iglesias de América Latina para afrontar problemas y desafíos comunes que se plantean a la misión de la Iglesia en el continente americano”, dijo el Cardenal Marc. Ouellet, presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, en su bienvenida a los 250 participantes del sur, centro y norte del continente Americano.

Por su parte, en su intervención en la apertura del Congreso el Dr. Guzmán Carriquiry expresó entre otras cosas: “El tema escogido por el Papa para esa Asamblea sinodal fue de jerarquizada y ordenada articulación, que marcaba claramente sus prioridades: “El encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América”. No en vano, la Asamblea sinodal y la Exhortación apostólica se colocan “dentro del marco de la nueva evangelización”. Las relaciones más intensas de comunión y cooperación entre las Iglesias tiene como objetivo fundamental la promoción de la “nueva evangelización” en todo el continente americano. En efecto, “el mayor don que América ha recibido del Señor – se lee en la Ecclesia in America, n. 14 -, es la fe, que ha ido forjando su identidad cristiana”. La tradición católica se fue transmitiendo sea en Canadá, que en Estados Unidos y en América Latina, por vías muy diversas y conforme a modalidades muy distintas de inculturación. Se puede afirmar que ella constituye un patrimonio de gran valor para la vida y la cultura de los pueblos de todo el continente. Sin embargo, sabemos bien que no se vive más de rentas de dicho patrimonio, pues éste ha ido sufriendo un intenso proceso de erosión.”

Para finalizar preguntándose y afirmando: “¿Cómo no concluir con el dato ineludible de que más del 50% de los católicos de todo el mundo están en la “Ecclesia in America”? Es un porcentaje destinado a crecer en las próximas décadas. Se trata, pues, no sólo de una gran responsabilidad respecto al destino de los pueblos y naciones en los que viven, sino de toda la catolicidad. De la Iglesia en América, de su misión evangelizadora, dependerá en gran medida, al menos para las próximas décadas, el futuro de sus pueblos y, a la vez, de toda la Iglesia católica. Su solicitud apostólica tiene que alentar una ardorosa y nueva evangelización de los pueblos del continente, que abra caminos de vida nueva para todos los americanos, creciendo a la vez la conciencia y el compromiso de su contribución en la missio ad gentes, en comunión, fidelidad y colaboración con el ministerio del Pastor universal”. jesuita Guillermo Ortiz

Ofrecemos a continuación los textos completos de las intervenciones del Cardenal Marc Ouellet y el Dr. Guzmán Carriquiry.

Palabras de bienvenida e introducción al Congreso internacional del Card. Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina.

Comenzamos hoy los trabajos del Congreso internacional organizado conjuntamente por la Pontificia Comisión para América Latina y los Caballeros de Colón, con la colaboración del Instituto mexicano de Estudios Guadalupanos, que se realiza en el Vaticano del 9 al 12 del corriente mes y que tiene como tema central la Ecclesia in America.

No hemos podido tener mejor inauguración que la de ayer con la celebración eucarística en la Basílica de San Pedro y la presencia y el mensaje que nos dirigió S.S. Benedicto XVI. Si nuestro Congreso tiene como objetivo el de intensificar los vínculos de comunión entre las Iglesias locales del continente americano, esa misma comunión encuentra su fuente y su cumbre en la Eucaristía y queda expresada y garantizada por la comunión afectiva y efectiva con el Sucesor de Pedro, Pastor universal, que es signo, testigo y constructor de la unidad de todos los fieles cristianos en la verdad y caridad. El mensaje del Papa será para nuestro Congreso referencia fundamental de iluminación y guía, de aliento y bendición para nuestros trabajos.

“Ecclesia in America” es, como todos los sabemos, el título de la Exhortación apostólica pos-sinodal, publicada por el Beato Juan Pablo II el 22 de enero de 1999, como fruto maduro de la Asamblea especial del Sínodo para América que concluía sus trabajos hace precisamente quince años. El tema escogido por este Papa para esta Asamblea sinodal y que sirvió de articulación para la Exhortación apostólica pos-sinodal fue: “El encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América”. Éste será también un eje direccional para nuestras reflexiones y trabajos.

Nos interesará especialmente en este Congreso retomar las intuiciones proféticas del Beato Juan Pablo II y los contenidos fundamentales de la Exhortación “Ecclesia in America”, así como intensificar las relaciones de comunión y colaboración entre la Iglesia de Canadá y de Estados Unidos con las Iglesias de América Latina para afrontar problemas y desafíos comunes que se plantean a la misión de la Iglesia en el continente americano.

Para ello contamos con una participación de alto nivel. Agradezco, en primer lugar, a los Señores Cardenales del Norte, Centro y Sur del continente que nos honran con su presencia. Y nuestra gratitud abraza también a los numerosos Obispos de Canadá, Estados Unidos y casi todos los países de América Latina que han acogido positivamente nuestra invitación. Junto con todos Ustedes, nos acompañan Señores Cardenales y Obispos de diversos dicasterios de la Curia Roma y residentes en Roma, manifestando un vivo interés por nuestros trabajos, que nos alienta de modo muy especial. Nuestra gratitud se dirige también a los Superiores Religiosos y Superioras Religiosas, o sus Consejeros y Consejeras, norteamericanos o latinoamericanos, que enriquecerán nuestras reflexiones y proposiciones. Están también con nosotros delegados de movimientos y nuevas comunidades eclesiales, así como Rectores y delegados de los distintos Colegios pontificios de residencia sacerdotal que sirven a las Iglesias en América. Incluso muchas otras personas se han interesado por nuestro Congreso, acogiéndolas con todo afecto. Estamos honrados por la presencia de Embajadores y colaboradores del cuerpo diplomático de los diversos países del continente americano ante la Santa Sede. A todos, ¡muchas gracias!, esperando que las reflexiones y eventos de este Congreso les resulten espiritual, cultural y pastoralmente estimulantes y que disfruten de su estancia en Roma y especialmente en el centro de la catolicidad.

No es ciertamente por casualidad que este Congreso se realice en directa conexión con dos grandes eventos contemporáneos de la catolicidad. Me refiero, en primer lugar, al “Año de la Fe” convocado por Su Santidad Benedicto XVI y recientemente inaugurado el 14 de octubre pasado. Nos sentimos algo orgullosos porque este Congreso es uno de los primeros grandes eventos en el curso de este año lleno de gracias y de responsabilidades. Nuestro Congreso quiere ponerse en estrecha sintonía con lo señalado por la Carta apostólica “Porta Fidei” cuando plantea la exigencia de “redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo”. Consideramos esto como una urgida invitación, también a las Iglesias en America, a “una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo” para “confesar la fe en plenitud y con renovada convicción, confianza y esperanza”. Al mismo tiempo, cómo no advertir que este Congreso tiene lugar poco tiempo después de realizada la Asamblea general del Sínodo mundial de Obispos que, en el mes de octubre pasado, tuvo como tema: “La nueva evangelización para la transmisión de la fe”. Sin duda, nos enriqueceremos con los trabajos y proposiciones sinodales y, en especial, con las extraordinarias homilías y alocuciones con las que el Santo Padre acompañó e iluminó los trabajos sinodales y con las que está guiando el camino del “Año de la Fe”. El precioso patrimonio de fe cristiana, que está en el origen del “Nuevo Mondo” americano y que anima la vida de sus pueblos, sometido a la erosión provocada por fuertes corrientes de secularización, y especialmente por una cultura global cada vez más lejana y hostil a la tradición cristiana, tiene necesidad de ser siempre renovado, re actualizado, revitalizado. El intercambio de dones y experiencias entre las Iglesias del continente americano puede ser muy enriquecedor en esta perspectiva.

Además, somos todos muy conscientes que en estos últimos quince años se han ido planteando e incrementando muchas realidades y problemas comunes, a nivel inter-americano, que requieren mayor colaboración por parte de las Iglesias. Me limito sólo a citar la importantísima presencia de los “hispano” en Canadá y Estados Unidos, la cuestión irresuelta y muchas veces dramática de la inmigración, la espiral de violencias por lo general alimentada por las redes del narcotráfico y el aumento del consumo de drogas. Todos estamos preocupados por la contemporaneidad en todo el continente de agresiones a la cultura de la vida y a la institución del matrimonio y la familia. Más que nunca resulta fundamental una contribución auténticamente católica en la urgente responsabilidad educativa de las nuevas generaciones. Compartimos preocupaciones, aquí y allá, sobre la custodia de la libertad religiosa, que está en la base de todas las libertades, solidaria con todas ellas. ¿Y cómo no tener en cuenta que en nuestro continente conviven vastas realidades de pobreza, marginación y exclusión con áreas de opulencia, como desigualdades a veces estridentes y que claman al cielo? Y todo ello se encuadra en el contexto de las actuales relaciones políticas, económicas y culturales entre Estados Unidos, Canadá y América Latina, que requieren un re-pensamiento en la búsqueda de mayor diálogo, de negociaciones más abiertas y respetuosas, de la construcción de condiciones de mayor solidaridad, paz, equidad y justicia en el continente.

Para afrontar estos problemas a la luz de la misión de la Iglesia es fundamental que se viva en cada Iglesia local y en las relaciones entre todas ellas un profundo sentido de comunión y pertenencia. Este Congreso desea ser una viva experiencia de esa comunión, creando y fortaleciendo vínculos de amistad entre todos los participantes. Ojalá podamos concluir sus trabajos compartiendo y proponiendo renovadas modalidades y caminos para que se irradie esa comunión eclesial en todo el continente americano, guiada y significada por sus Obispos, en comunión inquebrantable con el Sucesor de Pedro. Que este Congreso se realice en el Vaticano pone en resalto la solicitud universal de las Iglesias del continente, que representan más del 50% de los católicos de todo el mundo y, por eso, dispuestas a colaborar cada vez más con el ministerio universal del Papa.

Hemos venido a Roma no sólo para escuchar óptimas conferencias ni para limitarnos a reflexionar y discutir juntos, sino también para rezar juntos, para implorar la presencia del Espíritu Santo que, por la mediación de María Santísima, nos convierta en más fieles discípulos y testigos de Cristo resucitado y haga más reconocible su Presencia en la vida de las personas, familias y pueblos del continente americano. Terminaremos este Congreso con otra celebración eucarística, precisamente en la festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, invocación de la Santísima Virgen María como intercesora potente no sólo para México, para toda América, sino también para la Iglesia universal. Por eso, este Congreso cuenta también con la fructuosa colaboración del Instituto Superior de Estudios Guadalupanos. Recordemos, en fin, que el Beato Juan Pablo II presentó la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America, depositándola a los pies de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en su Santuario, en Ciudad de México. También nuestro Congreso confía sus propósitos, trabajos y conclusiones a la Patrona de las Américas, a la Estrella de la Nueva evangelización, a la Madre celeste de la civilización del amor.

Intervención del Dr. Guzmán Carriquiry, secretario de la Comisión Pontificia para América Latina

CONGRESO INTERNACIONAL: “ECCLESIA IN AMERICA”

Hace quince años concluía la Asamblea especial del Sínodo de Obispos para América. La sorprendente iniciativa fue planteada por primer vez en el discurso pontificio de inauguración de la IV Conferencia General del Episcopado latinoamericano, en Santo Domingo, el 12 de octubre de 1992, en el cuadro de las celebraciones del V centenario de la evangelización del continente americano. Entonces, el Beato Juan Pablo II señalaba que “la Iglesia, ya a las puertas del tercer milenio cristiano y en unos tiempos en que han caído muchas barreras y fronteras ideológicas, siente como un deber ineludible unir espiritualmente aún más a todos los pueblos que forman este gran Continente y, a la vez, desde la misión religiosa que le es propia, impulsar un espíritu solidario entre todos ellos”.

Se trataba de una iniciativa inédita, singular, que causó no poca sorpresa e incluso desconciertos. El documento final de aquella IV Conferencia General del Episcopado latinoamericano desarrolló el tema y la aspiración de la integración latinoamericana, re-actualizando el ideal de la “Patria Grande” y de esa “unidad deseada”, prestando muy escasa atención al novedoso planteamiento del Papa en su discurso inaugural. Incluso habló sólo de una “sugerencia” del Papa.

Dos años más tarde, en la Carta apostólica “Tertio Millennio Adveniente”, del 10 de noviembre de 1994, el Beato Juan Pablo II vuelve a retomar la iniciativa al anunciar una sucesión de sínodos “continentales” para tomarle el pulso a la Iglesia católica en el “camino de adviento” hacia el Gran Jubileo del 2000 y a su ingreso en el nuevo milenio.

Años después, el proceso de preparación del Sínodo americano no provocó una vasta movilización de energías, ni circulación intensa de ideas, ni grandes debates. Nada que se asemejara, ni de lejos, a la intensidad apasionada, crítica y fecunda, de la amplia participación que preparó la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Puebla de los Ángeles (1979) y, en menor medida, de Santo Domingo (1992). Hubo poco más que las requeridas y habituales contribuciones de las Conferencias Episcopales nacionales y algunos aportes de instituciones católicas. El interés no superó las fronteras eclesiásticas. Escasa fue la atención prestada a niveles políticos, culturales, intelectuales y mediáticos.

Es que los antecedentes de relaciones entre las Iglesias de los países latinoamericanos y las Iglesias de Estados Unidos y Canadá eran más bien escasos, esporádicos, fragmentarios. Si puede afirmarse que hubo un origen común en la primera evangelización del “Nuevo Mundo”, desde mediados del siglo XVIII hasta los tiempos del Concilio Ecuménico Vaticano II hubo un largo período de incomunicación eclesiástica. Las sucesivas sesiones del Concilio Vaticano II fueron ocasión providencial para que los Obispos de las distintas naciones del continente se conocieran y, en algunos casos, estrecharan vínculos de amistad. Sólo desde 1969 se da comienzo a las reuniones episcopales inter-americanas, con algunos pocos delegados designados por el CELAM y por las Conferencias episcopales de Estados Unidos y Canadá. Desde 1971, con periodicidad trienal, que se ha ido espaciando en el tiempo, también se han ido reuniendo dirigentes de la Conferencia Latinoamericana de Religiosos con las Conferencias nacionales de religiosos de los países norteamericanos. A ello habría que agregar la presencia significativa de misioneros y cooperadores estadounidense y canadiense en algunas Iglesias de América Latina y a la irradiación de su experiencia latinoamericana una vez vueltos a sus países de origen. Canales de comunicación han sido también las ayudas económicas para América Latina de organismos eclesiásticos de Estados Unidos y Canadá. No faltó tampoco una cierta red de contactos en Canadá y Estados Unidos de exponentes de punta de la “teología de la liberación”. Incluso durante la década del ’80, en ámbitos eclesiásticos norteamericanos se manifestó una mayor sensibilidad hacia las explosivas situaciones centroamericanas y por ayudar a la Iglesia en Cuba, lo que estrechó algo más las relaciones. En todo caso, se trataba de relaciones y vínculos sin la tradición e intensidad de la comunión y colaboración entre las Iglesias locales de América Latina, animadas por el CELAM y ni siquiera entre éstas y las Iglesias de diferentes países europeos, sobre todo latino-mediterráneos (aunque también con Alemania y Bélgica).

Puede afirmarse que esta novedad de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para América, celebrada en el Vaticano del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997, asumió durante sus sesiones carácter exploratorio. Fue un valioso lugar de encuentros y diálogos, de vínculos de conocimiento y amistad entre Obispos de todo el continente, muchos de los cuales no se conocían entre sí. Trabajar juntos en una perspectiva “continental”, de intercomunicación para la comunión, evangelización y cooperación, fue una experiencia significativa de aprendizaje. Su mayor fruto fue la Exhortación apostólica pos-sinodal Ecclesia in America, publicada por el Beato Juan Pablo II el 22 de enero de 1999, como guía recapituladora de los trabajos sinodales, orientadora e incitadora para que las Iglesias del continente asumieran toda la responsabilidad que les compete recorriendo esa senda abierta de relaciones.

Si no fue fácil poner a las Iglesias dentro de esta perspectiva de inter-comunicación, los nuevos escenarios mundiales y americanos lo estaban requiriendo. Caído el muro de contraposición en la dialéctica Este-Oeste, según la perspectiva “geopolítica” del pontificado de S.S. Juan Pablo II otros muros iban a caer en consecuencia. La construcción de un auténtico nuevo orden internacional – tema acuciante y lleno de esperanza en comienzos de la década del ’90 – planteaba ahora la auspiciada caída del muro entre Norte y Sur a nivel mundial. Este desafío capital había irrumpido en la catolicidad desde la emergencia de las Iglesias del entonces llamado “Tercer Mundo” o mundo “subdesarrollado”, y se planteaba en el magisterio pontificio desde los tiempos de las encíclicas “Mater et Magistra” (Juan XXIII, 1961), “Pacem in Terris” (Juan XXIII, 1963) y, sobre todo, “Populorum Progressio” (Pablo VI, 1968). Estaba muy presente también en numerosos documentos y alocuciones en el pontificado del Beato Juan Pablo II. Pues bien, el continente americano resultaba ser, para este Papa, un lugar decisivo para ir afrontando esta grave cuestión, existiendo y conviviendo en él situaciones de desarrollo muy diversas y grandes asimetrías de poder y riqueza. No es casualidad que haya querido dar a la convocación del Sínodo de Obispos para América una acentuación especial con referencia a “los problemas de justicia y las relaciones económicas internacionales entre las naciones de América, teniendo en cuenta las enormes desigualdades entre Norte, Centro y Sur”.

No hay que olvidar que desde comienzos de la década del ’90 se advierten cambios significativos en las relaciones inter-americanas. La política exterior de las sucesivas administraciones norteamericanas se había caracterizado, en general, desde las primeras décadas del siglo XX, en la consideración de América Latina como su “patio trasero” y se reducía a la custodia de los intereses de sus empresas y a sus injerencias políticas y militares, también en el cuadro de su zona de seguridad según la dialéctica bipolar. La bien intencionada “Alianza para el Progreso” se había desinflado no apenas lanzada y dejaba el paso a la brutalidad de las armas. Ello incubó en vastos sectores latinoamericanos sentimientos “anti-yankees”, en la acusación obsesiva del imperialismo y la denuncia de su dependencia. El derrumbe del socialismo real y la crisis de credibilidad del marxismo-leninismo cambian los escenarios políticos e ideológicos. No puede olvidarse que el presidente George Bush (padre) lanza, el 27 de junio de 1990, la Iniciativa para las Américas y el presidente Bill Clinton, en 1994, el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), aunque hayan tenido carácter bastante efímero como propuestas y no hayan faltado muchas críticas y rechazos. Comenzaban por entonces a cambiar las relaciones inter-americanas, aunque persistían las sospechas y resistencias latinoamericanas en las relaciones con Estados Unidos. Más allá de las responsabilidades objetivas, a veces muy graves, de la política norteamericana, cierta imaginería latinoamericana descargaba la pretensión de justificar sus propios límites, fracasos y frustraciones. Dentro de ese nuevo clima tuvo lugar la convocatoria y realización del Sínodo de Obispos para América, así como la publicación de la Ecclesia in America, auspiciando una nueva solidaridad entre sus naciones para la construcción de relaciones más respetuosas, justas y equitativas.

Por supuesto, no compete a la Iglesia concentrar su atención en cuestiones políticas y económicas ni pretender proponer soluciones en dichos ámbitos. El tema escogido por el Papa para esa Asamblea sinodal fue de jerarquizada y ordenada articulación, que marcaba claramente sus prioridades: “El encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América”. No en vano, la Asamblea sinodal y la Exhortación apostólica se colocan “dentro del marco de la nueva evangelización”. Las relaciones más intensas de comunión y cooperación entre las Iglesias tiene como objetivo fundamental la promoción de la “nueva evangelización” en todo el continente americano. En efecto, “el mayor don que América ha recibido del Señor – se lee en la Ecclesia in America, n. 14 -, es la fe, que ha ido forjando su identidad cristiana”. La tradición católica se fue transmitiendo sea en Canadá, que en Estados Unidos y en América Latina, por vías muy diversas y conforme a modalidades muy distintas de inculturación. Se puede afirmar que ella constituye un patrimonio de gran valor para la vida y la cultura de los pueblos de todo el continente. Sin embargo, sabemos bien que no se vive más de rentas de dicho patrimonio, pues éste ha ido sufriendo un intenso proceso de erosión. Por una parte, fuertes corrientes de secularismo recorren la red urbana de toda América, impactan especialmente en ciertos sectores políticos, intelectuales, empresariales y periodísticos y se difunden por doquier por efecto de la dominante cultura global de la sociedad del consumo y el espectáculo, con sus virus de relativismo y hedonismo. Masas de americanos, del Norte, del Centro y del Sur, viven como si Dios no existiese. Por otra parte, comunidades “evangélicas” y neo-pentecostales atraen migraciones de bautizados en la Iglesia católica, de muy escasa formación y prácticas cristianas, allí donde no son bien atendidos desde un punto de vista espiritual, pastoral y misionero. Se difunden también variadas sectas. Y abundan fenómenos espirituales y literatura religiosa, de tendencias sincréticas, exotéricas, como complementos superficiales del materialismo reinante o píldoras reconstituyentes contra el “estrés” de la vida.

Todos estos desafíos, aunque graves, no definen la misión de la Iglesia. La cuestión crucial para la Iglesia, ayer, hoy y siempre, es la fidelidad a su Señor, o sea, el modo en que vive, confiesa, celebra, da testimonio y anuncia la fe en Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne, muerto por nuestros pecados y resucitado por el poder de Dios, que prolonga su presencia en todo tiempo y lugar mediante su Cuerpo, la Iglesia, la compañía de los apóstoles y discípulos, sacramento de unidad y salvación del género humano. En este sentido, los Obispos latinoamericanos tuvieron la libertad evangélica de incorporar en el documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Aparecida (mayo de 2007), unas duras palabras pronunciadas por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger en Guadalajara, en mayo de 1996, que habría que tener muy presentes: “la mayor amenaza (…) es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad”.

La cuestión prioritaria y fundamental es, pues, suscitar y renovar un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, tal como lo propone la Exhortación apostólica Ecclesia in America y lo destaca luego la Encíclica “Deus caritas est” de S.S. Benedicto XVI, cuando afirma que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un Acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n. 1). Este encuentro no puede nunca darse por descontado, sino experimentado siempre de nuevo. Todos estamos llamados a vivir la fe como nuevo inicio, como esa novedad sorprendente, esplendor de verdad y promesa de felicidad, que reenvía al acontecimiento que la hace posible y que continuamente la regenera. No es accidental que el pontificado de Juan Pablo II se haya inaugurado con la invitación a “abrir las puertas a Cristo” y se haya concluido con la invitación a “recomenzar desde Cristo”, a fijar la mirada sobre su rostro, descubriendo toda la densidad y belleza de su misterio presente, confiados mendicantes en su gracia. En efecto, no hay otra vía que la de “recomenzar desde Cristo”, para que su Presencia sea percibida y encontrada, amada y seguida con la misma realidad, novedad y actualidad, con el mismo poder de persuasión y afecto, experimentados por sus primeros discípulos hace 2000 años o por los “Juan Diegos” del “Nuevo Mundo” hace 500 años. Sólo en el estupor y fascinación de este encuentro, superior a todas las expectativas pero percibido y vivido como plena respuesta a los anhelos de verdad y felicidad del “corazón” de toda persona, el cristianismo no se reduce a una lógica abstracta, sino que hace carne en propia existencia. Por ello, la primera y más sincera actitud humana y cristiana es pedir, invocar, como pobres pecadores suplicantes, que el misterio de Dios se manifiesta en la propia vida, que nos haga reconocer la presencia de Cristo, que suscite nuestro obediente “fiat”, como el de la Santísima Virgen María, para acoger su designio de salvación para nuestra vida. Este encuentro, que adviene por medio de aquéllos que hacen transparente su Presencia, con toda su fuerza suave de atracción, se realiza plenamente en la participación a los sacramentos, que son los gestos con los cuales Jesucristo abraza y transforma la vida de los fieles; encuentro que se gusta, se profundiza y que impregna toda la vida por medio de la oración perseverante, en una disciplina de vida espiritual.

La evangelización no es otra cosa que comunicar a los demás el don del encuentro con Cristo, que ha llenado la propia vida de alegría, verdad y esperanza. “Para que sea eficaz, el anuncio de la fe – dijo S.S. Benedicto XVI, el 13 de junio de 2012 en la Basílica de San Juan de Letrán – debe partir de un corazón que cree, que espera, que ama, un corazón que adora a Cristo y cree en la fuerza del Espíritu Santo”. Tal es la condición fundamental para el “redescubrimiento de la fe” al que nos invita el Santo Padre en este “Año de la Fe” y para todo ardor e ímpetu de “nueva evangelización” en el continente americano.

En esa perspectiva, no puede extrañar que la Exhortación apostólica Ecclesia in America dedique algunas páginas a los santos, como los mejores frutos de la evangelización americana, como testigos irradiantes de su identidad cristiana, modelos heroicos de vida cristiana, compañía intercesora de quienes aún peregrinan por tierras del continente. ¡Cómo no recordar a lo largo de nuestra geografía americana, entre muchos otros, a santas místicas como Rosa de Lima, Mariana de Quito, Teresita de los Andes, santos obispos como Toribio de Mogrovejo, Guízar y Valencia, Luis Ceferino Moreau, santos misioneros como Luis Beltrán, Francisco Solano, José de Anchieta, Junípero Serra y Fracisca Cabrini, santos indígenas como Juan Diego y Kateri Tekakwitha, santos campeones de la caridad hacia los más pobres como Pedro Claver, Martín de Porres, Juan Macías, Alberto Hurtado Marianne Coppe y Catalina Drexel, a conversos santos como Elizabeth Ann Seton…. ¡Que sean todos ellos, y entre ellos muchos mártires de la primera evangelización y de la persecución mexicana, patrimonio común para la comunión, la edificación y la devoción en las Iglesias de todo el continente americano. ¡Y cómo no invocar, con afecto filial, sobre todo, a la Santísima Virgen María, la primera y más perfecta discípula, la que se hizo reconocer en toda América como Nuestra Señora de Guadalupe, pedagoga de la fe y estrella de la evangelización! La emulación entre las Iglesias del continente tiene que estar dada por los testimonios de santidad, de ayer pero también de la santidad de hoy a la que están llamados todos católicos americanos.

Ese encuentro con Jesucristo vivo es “camino de conversión”, nos señala la Exhortación apostólica “Ecclesia in America” (nn. 26 y ss.) ¡Qué resonancia, responsabilidad y desafío tiene para las multitudes de bautizados en el continente aquélla invitación urgida del Evangelio: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc. 1,15); o aquéllas palabras de la Epístola a los Romanos (3,11): “Es ya hora de levantaros del sueño, que la salvación está más cerca de nosotros de cuando abrazamos la fe”! ¡Cuántos son los cristianos que han sepultado su bautismo bajo una capa de indiferencia y olvido, cuánta confesión cristiana sin ninguna influencia en el entramado de la propia vida, cuántas devociones sin encuentro con Cristo en los sacramentos, con qué frecuencia predominan los “mix” arbitrarios de creencias sin referencia fiel al Credo, al Catecismo, a las enseñanzas doctrinales y morales de la Iglesia, cuánto abandono del sacramento de la reconciliación y superficialidad en la participación eucarística! La “conversión permanente” que la Ecclesia in America urge a todos los americanos conduce a la vida nueva “en Cristo”, por gracia de su Espíritu, confiados en el amor misericordioso del Padre, para llegar a ser discípulos y testigos, reflejos de su Presencia, no obstante todos nuestros límites, opacidades y miserias. Incluso hasta llegar a exclamar, como el Apóstol: “ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2.20).

Ese encuentro con Cristo ha de estar acompañado y proseguido con una catequesis “que debe ser presentada explícitamente en toda su amplitud y riqueza (cfr. Ecclesia in America n. 69). Hay mucha ignorancia religiosa, sobre todo entre las nuevas generaciones, y deficiencias de formación cristiana entre muchos fieles de nuestras Iglesias. No es exagerado destacar que aún estamos viviendo situaciones muy frecuentes de crisis de una auténtica educación católica, de una catequesis superficial, de dificultades notorias en la formación de personalidades sólidas y maduras en la fe, de adhesión más integral a las verdades propuestas por la Iglesia. Esto es particularmente grave porque el bombardeo de los medios de comunicación social incrementa la dificultad de darse referencias y juicios para una formación cristiana que sea unitaria, sistemática y fiel. Por ello, resulta fundamental repensar a fondo la formación cristiana de los fieles, sea la de la iniciación o reiniciación cristiana que la que conduce a la formación de personas maduras en su fe. Referencia fundamental al respecto es “Catecismo de la Iglesia católica”, ya indicada por la exhortación apostólica, cuyo vigésimo aniversario de promulgación se está ahora celebrando en el cuadro del “Año de la fe”. En el documento “Porta Fidei” se nos pide “confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza”.

La catequesis es tarea fundamental para las parroquias y para las familias cristianas, que tienen que ser más alentadas y ayudadas en este propósito. La Exhortación apostólica pos-sinodal recuerda también que existe una vasta red de escuelas y Universidades católicas por todo el continente, cuyos frutos parecen en general exiguos en proporción a los recursos espirituales, humanos y materiales “invertidos”. Hay una “emergencia educativa”, también en la Iglesia, a la que no se responde suficientemente. Quince años después de la Asamblea del Sínodo para América urge repensar a fondo la pastoral educativa, alentar y sostener con los medios adecuados la identidad católica como hilo conductor de vida y estudios en los institutos de enseñanza, “invertir” nuevas fuerzas vivas en esa tarea y relanzar una nueva evangelización en las propias Universidades católicas. Y ello teniendo en cuenta que la presencia evangelizadora en las instituciones escolásticas no confesionales, sobre todo universitarias, forma parte más de la “missio ad gentes”, en tierras de frontera, que de la “nueva evangelización”.

El encuentro con Jesucristo vivo es también “camino de comunión”, se lee también la Exhortación apostólica pos-sinodal «Ecclesia in America» (nn. 33 y siguientes). Es camino de comunión trinitaria, eclesial y social. En la Iglesia, sacramento de unidad de nuestros pueblos dentro de la dimensión católica de la comunión, ha de ser mucho más fuerte lo que nos une en la fe, esperanza y caridad de lo que nos separa en las diversidades, contradicciones y desgarramientos que se viven a nivel del continente. Por supuesto, no queremos una unidad indiferenciada e irénica a nivel continental, sino la que brota y se deriva de la comunión eclesial. La Iglesia cumple, por eso, una preciosa tarea reconciliadora. Sin embargo, para ello es necesario reconstruir y educar siempre el “sensus ecclesiae”, a la luz de la comunión vertical y horizontal que está en su propio ser.

Gracias a Dios, las Iglesias en el continente americano han ido dejando atrás la frecuencia de contestaciones, manipulaciones, crisis de comunión, que se arremolinaron en los tiempos huracanados de la primera fase del pos-concilio, en la que críticas, experimentaciones y novedades cayeron bajo fuertes influjos de corrientes de hiper-politización e ideologización. No faltan aún, ni faltarán, tales crisis, porque el Príncipe de este mundo, el diablo, siembra la división. Es necesario, pues, que nuestras Iglesias sigan educando a un profundo y fiel sentido de pertenencia a su misterio de comunión, a su sacramentalidad, centrados en la fuente y vértice de esa comunión que es la Eucaristía. Y que ayuden a los fieles a experimentarlo en comunidades cristianas conformes al ser de la Iglesia, signos y reflejos de su misterio, casas y escuelas de comunión que abracen y sostengan la vida cristiana de todos los bautizados. También gracias a Dios, no falta, en general, salvo lamentables excepciones, un espíritu de comunión con los Obispos, ministros de la unidad en sus Iglesias particulares, y de éstos, junto a la devoción de los fieles, con el Sucesor de Pedro, testigo y garante de la unidad, en la verdad y caridad, de toda la Iglesia católica. Este Congreso es ocasión providencial para proclamar una vez más la inquebrantable y firme comunión afectiva y efectiva de las Iglesias del continente americano con el Sucesor de Pedro.

Desde tales premisas, la Exhortación apostólica pos-sinodal Ecclesia in America alienta signos concretos de esa comunión a nivel continental, como “la oración en común de unos por otros, el impulso a las relaciones entre las Conferencias Episcopales, los vínculos entre Obispo y Obispo, las relaciones de hermandad entre las diócesis y las parroquias y la mutua comunicación de agentes pastorales para acciones misionales específicas” (n. 33). En ese orden de sugerencias, la exhortación indica aún “fortalecer las reuniones interamericanas” promovidas por las Conferencias episcopales de diversas naciones y “crear comisiones específicas para temas comunes”. Más importante aún es enriquecer la recíproca comunión edificándose con los dones y experiencias de unas y otras Iglesias en el continente. Por ejemplo, los católicos latinoamericanos tienen mucho que aprender del profundo y concreto sentido de pertenencia de los católicos de Estados Unidos a su comunidad parroquial y diocesana, desde la alta participación litúrgica dominical hasta el sostén material de sus comunidades y obras. Los católicos de Estados Unidos y Canadá, por su parte, pueden enriquecerse mucho con el profundo sentido de trascendencia, de presencia del Misterio en la propia vida, que expresa la religiosidad popular de los latinoamericanos. Ante el incremento impresionante de los hispanos en Estados Unidos y Canadá – la gran mayoría de ellos de confesión católica – se puede dar allí un laboratorio de encuentros e intercambios entre diversas formas de inculturación de la fe, incluso para dar lugar a una más completa síntesis católica.

Sabemos bien que cuando entra en crisis la comunión, la Iglesia tiende a replegarse sobre sí, a ocuparse más de asuntos eclesiásticos que del testimonio al que está llamada a dar, a alimentar problematizaciones inhibitorias de energías evangelizadoras y solidarias en la vida de los pueblos. En cambio, si el encuentro con Jesucristo vivo ha llenado de gratitud y alegría la propia vida, y la caridad rebosa en la comunión de sus discípulos y testigos, entonces el “corazón” urge por comunicar este don a todos, por amor a su vida y destino.

El encuentro con Jesucristo vivo, en la comunión de la Iglesia, desata energías de solidaridad entre los pueblos. Esta es la perspectiva desde la que la Iglesia presta un servicio invalorable a la vida pública de las naciones. Hay todavía mucha ignorancia y prejuicios que obstaculizan el incremento de sentimientos de fraternidad entre latinoamericanos y estadounidenses. La Iglesia cumple una función de verdad cuando educa la opinión pública norteamericana a superar una actitud de indiferencia, a veces mezclada de temores y rechazos, respecto de los latinoamericanos. Hay que dejar atrás una “leyenda negra” anti-latinoamericana, que lo es también anti-católica, cuando se presenta a los latinoamericanos como afectos de pereza, violencia e ignorancia congénitas, que amenazan la convivencia en los Estados Unidos a través de la “invasión” de los hispanos. Por su parte, los latinoamericanos tienen que conocer más y mejor al pueblo norteamericano, su profundo sustrato religioso, su arraigado amor por la libertad, más allá de eslóganes superficiales o lentejuelas ideológicas que impiden comprender cabalmente su compleja realidad. Un cambio profundo de actitudes favorece, sin duda, la solidaridad para afrontar cuestiones comunes.

En verdad, hay cuestiones comunes que hoy plantean problemas y desafíos mucho más graves que los de hace quince años. Paso revista sintética de algunos de ellos.

El problema de la inmigración hispana, sobre todo a Estados Unidos, desata prejuicios, injusticias y violencias cuando no está bien afrontado. Es impresionante tener en cuenta los millares de centroamericanos que recorren toda la geografía mexicana, de sur a norte, hacia esa meta, sufriendo toda clase de vejaciones y violencias. En Estados Unidos se levantan no sólo muros físicos, electrónicos y militares en la frontera con México – país con el que tiene pactado el “libre comercio” – sino que también se impone a menudo la separación de las familias de los hispanos inmigrados y la deportación a muchos hispanos “indocumentados” que viven desde hace mucho tiempo en el país, incluso nacidos en el mismo. Honra a la Conferencia Episcopal de Estados Unidos haber siempre considerado a los hispanos, no como problema, sino como aporte “providencial” para la vida nacional. Y son muy importantes las periódicas reuniones que sobre la inmigración reúnen a Obispos de las Conferencias de Estados Unidos y Canadá junto con las de México, Centroamérica y el Caribe, así como declaraciones bilaterales de las Conferencias de Estados Unidos y México. La Iglesia católica no puede desentenderse de la tarea de “humanizar” la cuestión migratoria, respetando la legítima legislación de los Estados al respecto, pero considerando a los inmigrantes con espíritu de caridad y servicio, atendiéndolos también desde un punto de vista pastoral y evangelizador.

La violencia urbana es una realidad que está azotando la convivencia civil en muchas regiones del continente. Involucra especialmente a sectores juveniles. Ha adquirido una extensión, intensidad y crueldad impresionantes por obra de las redes del narcotráfico y del siempre creciente consumo de drogas. En general, ésta está vinculada al comercio y tráfico de armas y al blanqueo de capitales. El círculo vicioso entre oferta y demanda de drogas es muy difícil de romper. Las Iglesias del continente americano no sólo manifiestan su viva preocupación ante esta realidad, sino que están en primera fila en la atención y cura de los drogadictos, en la condena de toda violencia y en la perseverancia de un trabajo educativo que sólo puede rescatar a las personas y pacificar la convivencia civil.

Existe contemporáneamente en todos los países del continente agresiones contra la vida y la institución matrimonial y familiar, sostenidas por fuertes poderes transnacionales, campañas mediáticas y lobbies locales, muchas veces estampadas en las legislaciones estatales. La custodia y promoción de una cultura de la vida y la defensa de la institución familiar son motivo urgente y necesario del compromiso de los cristianos, sea en la propia vida familiar que en su participación en la vida pública de las naciones. La Iglesia tiene que jugar al respecto una fundamental tarea educativa para ayudar a que las familias sean comunidades de amor y de vida, fundadas en el matrimonio entre varón y mujer, conformes a su naturaleza y a la mejor tradición cultural de nuestros pueblos.

Vastos sectores de juventud en el continente quedan excluidos de la instrucción y del trabajo, sufren las descompensaciones afectivas de la desintegración familiar, están confusos y desconcertados ante el bombardeo incesante de la revolución de las comunicaciones, son como huérfanos sin padres y maestros, tentados por la violencia, el alcohol y las drogas, los placeres efímeros, los nuevos “opios del pueblo”. Afrontar la tarea de su verdadera educación es responsabilidad fundamental y urgente de nuestras Iglesias. La Jornada Mundial de los Jóvenes es ocasión providencial de evangelización de sectores significativos de las nuevas generaciones.

¡Y qué decir de los vastos mundos de pobreza e indigencia que existen por doquier en el continente americano, conviviendo con áreas de opulencia! Los rostros de los pobres, de los ancianos solos, de los enfermos sin cuidados, de las mujeres abandonadas, de los inmigrantes y refugiados, de los desocupados, de los drogadictos, de las multitudes miserables de las periferias ciudadanas, de las comunidades indígenas, interpelan la caridad y solidaridad de los cristianos. Sufren lo que falta a la pasión de Cristo, que en ellos se hace presente.

Y esta anotación nos exige levantar la mirada para considerar, en ámbitos más vastos, las relaciones económicas y políticas al interno del continente americano. Una auténtica solidaridad continental requiere pasar de la dialéctica de la sospecha, del rechazo y las acusaciones a una actitud de respeto, de diálogo y negociaciones, de sincera búsqueda común de mayores condiciones de libertad y democracia, de justicia y equidad, para todos los americanos.

La Iglesia católica exige a los poderes públicos sólo condiciones de libertad – y la libertad religiosa está al origen y es solidaria de todas las libertades – para cumplir sus propia misión evangelizadora al servicio de las personas, las familias y los pueblos en el continente. Requiere de los laicos católicos una asimilación y propuesta creativa de la doctrina social de la Iglesia para promover nuevos modelos de desarrollo de las naciones.

La Iglesia católica aprecia los nuevos caminos que se están abriendo de unidad de los cristianos en cuanto al testimonio evangélico y al servicio de caridad a las personas y a los pueblos, de los que la Declaración de Manhattan, la acción de “Evangelicals and Catholics together” y la custodia común de la libertad religiosa y de la cultura “pro-life” son manifestaciones notorias en Estados Unidos, mientras crecen positivas experiencias de encuentro y colaboración en algunos países latinoamericanos. Ella confía también en la tradición y el ethos cristiano que están en el humus cultural de las naciones y que animan muchos hombres de recta conciencia y buena voluntad.

¿Cómo no concluir con el dato ineludible de que más del 50% de los católicos de todo el mundo están en la “ecclesia in America”? Es un porcentaje destinado a crecer en las próximas décadas. Se trata, pues, no sólo de una gran responsabilidad respecto al destino de los pueblos y naciones en los que viven, sino de toda la catolicidad. De la Iglesia en América, de su misión evangelizadora, dependerá en gran medida, al menos para las próximas décadas, el futuro de sus pueblos y, a la vez, de toda la Iglesia católica. Su solicitud apostólica tiene que alentar una ardorosa y nueva evangelización de los pueblos del continente, que abra caminos de vida nueva para todos los americanos, creciendo a la vez la conciencia y el compromiso de su contribución en la missio ad gentes, en comunión, fidelidad y colaboración con el ministerio del Pastor universal.

El Papa Juan Pablo II quiso poner la exhortación apostólica Ecclesia in America a los pies de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en su santuario de Ciudad de México y confiar a su poderosa intercesión la protección de los pueblos del continente y su nueva evangelización. A Ella confiemos hoy las intenciones del Papa, de nuestros Episcopados, de nuestros trabajos.