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Padre “Cacho” Ruben Isidro Alonso: “Sentí desde niño como un llamado, el llamado de los pobres, que para mí era el mismo llamado de Dios”

By 19/02/2017No Comments

 

Cacho 7

Padre Cacho en su casa en las Acacias

 

Artículo de Mercedes Clara. 

“Sentí desde niño como un llamado, el llamado de los pobres, que para mí era el mismo llamado de Dios”, cuenta Cacho al recordar los comienzos. Toda su vida es un caminar hacia allí, hacia esa voz que escucha cada vez con mayor claridad. Con fidelidad a sí mismo y confiado en los planes de Dios, opta siempre por dar lo máximo de sí en donde esté, pero sin olvidar que aún no ha llegado al lugar de la cita.

“Siento la imperiosa necesidad de vivir en un barrio de pobres y hacer como hacen ellos. Necesito encontrar a Dios entre los que más sufren… Sé que vive allí, que habla su idioma, que se sienta a su mesa, que participa de sus angustias y esperanzas”.  Con esta certeza Cacho llega a Montevideo, en el año 1977. Monseñor Carlos Parteli confía en esa intuición y le da libertad para seguirla dentro de un marco eclesial que lo sostenga. Lo conduce hacia el barrio las Acacias, al norte de la ciudad, a pocas cuadras del “cantegril” de Aparicio Saravia.

Cada día se adentra un poco más en la realidad de la zona y se encuentra con la pobreza extrema, y con su  propia ignorancia. Cacho se enfrenta a un universo regido por leyes y códigos propios. Se siente extranjero, y como tal avanza en el nuevo país. Sabe que no es fácil atravesar las fronteras. Al principio, no encontraba la forma de llegar al barrio: “No sabía cómo dar el paso, estudiaba la manera, como si fuera un país extranjero, que nos resulta difícil hablar el mismo idioma”, dice. Sin las precauciones del turista, y con un solo boleto, Cacho cruza la frontera. Sí, llega a otro país, pero es el suyo también. Una parte de sí mismo vive allí desde hace tiempo. “Llegué al lugar de la cita”, dice, con la tranquila ansiedad de arribar a destino. Esta mudanza no es solo pasar a vivir en otro lugar, sino mudar toda una perspectiva de vida, un proyecto futuro, un lugar en el mundo, en los otros y dentro de sí.

A lo largo del viaje, Cacho cuenta con amigos y colaboradores que lo acompañan, pero es un viaje en soledad. Una opción personal que sigue hasta las últimas consecuencias, y que implica inventar un camino, allí, donde no existía. Es la soledad de quien hace opciones muy radicales; de quien vive algo tan original que no hay puntos de referencia para orientarse más que el propio Evangelio. Suelta seguridades, miedos, comodidades y se lanza a la aventura. Es una lanzarse al vacío, con la cuota de pasión y coraje que exige, pero a la vez, un salto largamente meditado, que concreta después de un hecho que lo sostiene: que la propia gente del barrio se lo pida: “Un día viene una señora del barrio a la parroquia a pedir que un sacerdote fuera a la zona, a ocuparse de los jóvenes que estaban abandonados. Ese día habían matado a un chico del barrio. (…) Yo veía que el Señor insistía, y que a través de los pobres me mostraba el camino. (…) Ya no iba a ser un intruso, sino que el llamado de Dios empezaba a ser el llamado del Pueblo también”.

Cacho empieza a reunirse con los jóvenes y, a los pocos meses, ellos le construyen un ranchito para que se quede a vivir allí.

Un vecino más

Los primeros tiempos son difíciles. Cacho llega sin ningún plan, sin ningún proyecto, se va dejando llevar. “Fueron dos años que viví en esa vivienda como desorientado; sentía admiración y sorpresa, desorientación y descubrimientos. Eso me obligó, mate por medio, a escuchar mucho. A saber apreciar la gratuidad de esas conversaciones, de ese lenguaje, de esa comunicación. Para mí fue un esfuerzo grande aprender y emplear el mismo lenguaje de ellos”.

Escuchar y escuchar, en eso consiste la primera etapa de Cacho en el barrio. Escuchar a la persona toda entera, palabras y silencio. Escucharla en el modo de caminar, de mover las manos, de mirar a los hijos, de enredarse en los pensamientos. “Me cuesta escuchar lo que él me cuenta”, confiesa Cacho, “porque estoy acostumbrado a escuchar temas de ´mi cultura´… Casi digo ´importantes´, como si los de él, que son los de ellos, no lo fueran.  Escucho, escucho, me esfuerzo por sentir todo lo que él siente: el frío, los hijos, la calle, el desprecio, la pobreza, el hambre”.

En medio de la incertidumbre hay cosas que tiene claras, como por ejemplo, el desde dónde quiere vincularse con los vecinos. “No como táctica de infiltración, de camuflaje o demagogia, ni siquiera como gesto profético de nada (…) Tampoco como un padre despachador de sacramentos, sino como alguien que va a hacer junto a ellos una vivencia de fe, un camino compartido”. Cacho se propone ser un vecino más. Crear un vínculo horizontal donde compartir lo cotidiano. La intuición le dice que ese es el camino para llegar a un lugar que aún no existe, que será producto del encuentro con el barrio. No va a llevarles a Dios, va a encontrarlo: “Tal vez pueda decirles en su idioma de dolor y frustración, que allí en medio de ellos está Él, el que puede cambiar la muerte en Vida, la negación en Esperanza”.

La presencia de Cacho convoca. La gente se reúne alrededor de él y comparte los problemas. Enseguida los vecinos intentan ubicar ese vínculo en los registros conocidos, pero Cacho no se deja etiquetar. El cura no viene con una obra que trae soluciones. Cacho rompe con esa imagen de Iglesia-poder que genera relaciones de beneficencia con la gente y refuerza las causas de la pobreza. Cacho propone solucionar las dificultades entre todos. Y rompe con otro esquema, que existe en la Iglesia y en la sociedad, que es decir a la gente más pobre: ustedes son el problema, nosotros la solución. Su planteo es: nosotros somos el problema, nosotros la solución.

La llegada de Cacho al barrio es un elemento movilizador en sí mismo. Acostumbrados a la desvalorización permanente de la zona y de sus vidas, el acontecimiento de que un cura vaya a vivir ahí, en medio de tantas carencias, y con una actitud de disponibilidad total, sugiere una opción por ellos. Una opción que no llegan a comprender, pero que abrazan como a una tabla en medio del mar.

 “Fue uno más de nosotros”, coinciden los vecinos. “Más que un cura fue un vecino”. “Yo nunca había visto curas que vinieran a vivir al barrio, a pasar las buenas y las malas, a compartir la lucha. El dejó de vivir bien, digamos, por venir con nosotros, nos trató de igual a igual, como personas”. “Cuando lo vi por primera vez no creí, pensé: ah, este es como uno de los tantos políticos que vienen y se van, pero a los poco días me di cuenta que no, Cacho era algo único”. “Nos tenía un cariño que no podías entender… nos quería así como éramos”. “Supo ponerse a la altura de nosotros. Le hicimos un ranchito para vivir de adentro lo que nosotros vivíamos. Él quiso sentir con nosotros el frío, las goteras, pero también el calor humano”.

El espejo

La gran novedad de Cacho es la mirada. El espejo. Los vecinos ven reflejada una imagen de sí mismos que les abre un horizonte. Y esto no es solo una estrategia pedagógica para mejorar la autoestima. Cacho, de verdad, los percibe desde un lugar inédito, y esto cambia radicalmente el modo de vincularse y las expectativas que deposita en ellos. Él cree que una condición indispensable para que los vecinos enfrenten la lucha contra la pobreza es “el encuentro del hombre con su imagen propia, auténtica, esa imagen llena de dignidad, llena de valor, imagen de Dios al fin”. Ésa es la imagen que recibe de los hombres y mujeres con quienes comparte la vida, y eso es lo que ellos descubren al mirarse en él. Una nueva versión de sí mismos.

Para Cacho, los vecinos no son un problema, son un misterio. Percibe una riqueza oculta que respira más allá. Hacia allí se dirige. Él es parte de ese misterio. A medida que avanza, encuentra nuevas piezas que tiene que reacomodar adentro. Cacho logra meterse en el mundo de los vecinos y ellos en su mundo. Una especie de colonización mutua, que desemboca en un lugar nuevo para todos: el nosotros. “Este encuentro me ha cambiado”, dice Cacho, “yo siento que ya no soy el mismo”.

Cacho traspasa esa tendencia a mirar al pobre como aquel que todavía no es como uno, aquel que no ha llegado a ser lo que la sociedad considera normal o decente. El centro es el modelo, la periferia lo que aún no llegó. Cacho invierte esa mirada. Empieza a mirar el mundo desde este nuevo lugar y se siente mirado él, y mirada su Iglesia desde las necesidades y derechos de quienes, a esa altura del partido, ya son amigos, familia, comunidad.

La fuerza de la fragilidad

Muchos hablan de la fragilidad de Cacho. Frágil desde el punto de vista físico; flaco, friolento, debilucho, de tranco cansino. Y frágil por esa actitud de condescendencia permanente en la relación con los otros. Esta sensibilidad lo deja solo muchas veces, porque los demás no entienden como acepta y perdona, a todos, siempre. “Te desesperaba verlo tan bueno”, recuerdan los vecinos. “Yo lo rezongaba: ´Cacho, no podés ser tan bobo, te toman el pelo y vos seguís creyendo´. Él ya ni te lo discutía, te decía que sí para que lo dejaras tranquilo”. “¿Cuántas veces tengo que perdonar?, le preguntaba, setenta veces siete, me decía”.

Es que Cacho puede ver las cosas invisibles. Su mirada traspasa los hechos, hasta llegar al centro que mueve cada vida. Él tiene la capacidad de ver más hondo que las urgencias materiales, que el cúmulo de necesidades que afloraban en forma agresiva o de pedido interesado. El se conecta más adentro con la realidad de esa madre, de ese  muchacho, y con su cariño les hace sentir que es posible vivir de otra manera.

La confianza en el otro es el hilo que entreteje cada uno de sus actos y anima la historia de Cacho en el barrio. Se empeña en profundizar esta capacidad, la trabaja, la pone a prueba, y aunque, muchas veces no le da los frutos esperados, opta por esta línea metodológica. En el fondo, en esa terquedad late su convicción. La confianza es lo único que puede generar algo nuevo en los vecinos. “No me importa que los pobres me usen. Ellos han sido usados y manipulados toda su vida por los que tienen poder; está bien que alguna vez las cosas sean al revés”.

Esa aparente debilidad es una característica de la personalidad de Cacho, pero también es una elección que profundiza cada día. Elegir la debilidad como modo de presentarse ante los demás, exige una gran fortaleza. Implica asumir la intemperie, las propias fragilidades como una posibilidad para fortalecerse con los demás. Esto no era una postura para conquistar al otro, sino un desarmarse para recibirlo, para rearmarse juntos. Allí radica la fuerza de Cacho. Elegir la fragilidad como camino, la ternura como espada, supone una gran confianza en el devenir de las cosas y en los tiempos de Dios.

Los vecinos convierten a Cacho en líder. Un líder extraño, que habla poco, que escucha mucho. Su poder pasa por despertar el poder de los otros, de tal manera que al final ellos reconocen que “esto no es un obra de Cacho, esto lo hicimos nosotros, junto a Cacho”. Esta obra: un barrio nuevo, con agua potable, con casitas, con vecinos que se ponen al hombro sus derechos, que descubren el valor de su trabajo como recicladores, que crean espacios para los niños, para las mujeres, para cuidar a los caballos… esta obra es creación de todos los que se animaron a habitar ese “nosotros”, ese nuevo lugar, que exigió hombres y mujeres nuevos, y un nuevo modo de relacionarse que llamaron comunidad.

Cuando el otro quema adentro

Veintidós años después de su partida, Cacho sigue presente en el barrio, en el corazón de los vecinos y amigos. Su experiencia nos muestra algunas pistas para pensar una sociedad donde la convivencia y la creación del nosotros resulta el mayor desafío.

La desigualdad económica, social y cultural es moneda corriente en nuestras sociedades latinoamericanas. Los signos de deterioro están a la vista. En Uruguay hablamos de ruptura del tejido social, de fragmentación, de inseguridad, de violencia. El país se compone de mundos cada vez más distantes física y simbólicamente. Si en tiempos de Cacho la fragmentación ya constituía una realidad difícil de recomponer, hoy parece aún más compleja. Aunque en los últimos años las estadísticas hablan de una mejora en los números de personas en situación de pobreza, las famosas “brechas” que separan los mundos parecen más profundas.

Crece la distancia entre “ellos y nosotros”, el desconocimiento, los prejuicios y la dificultad para convivir entre los distintos sectores. La ruptura del tejido social es también la ruptura de la sensibilidad. La sensibilidad como oportunidad de vibrar con un otro da paso a una sensibilidad herida, exacerbada por la violencia, el miedo y el sentimiento de inseguridad. El “ellos y nosotros” se polariza en categorías de buenos y malos, víctimas y victimarios. Los otros se convierten en una amenaza. Una sociedad donde morir o matar es el destino de muchos de nuestros jóvenes y donde es normal escuchar “hay que matarlos a todos”, es una sociedad en peligro.

La disminución de la pobreza y, al mismo tiempo, el aumento de los niveles de exclusión nos plantean serias interrogantes. Queda en evidencia la complejidad del problema y la dificultad para abordarlo. La disminución de la pobreza es vital pero insuficiente para revertir la desigualdad, esto exige reformas profundas, esto exige, a la luz del legado de Cacho, un cambio de mirada y la capacidad de sentir el dolor del otro como propio.

¿Es posible partir del supuesto que manejamos un mismo idioma cuándo vivimos en realidades cada vez más alejadas? ¿Cómo logran una decena de técnicos en torno a una mesa diseñar un programa para los pobres sin pensar y sentir la pobreza? ¿Será posible crear políticas sociales destinadas a otros que ignoramos sin intentar una participación real de ellos en este proceso? ¿No habrá llegado la hora de pensar la inclusión como un tercer lugar que supere el ellos y el nosotros y nos exija a todos movernos de lugar? ¿Existe acción transformadora en un solo sentido? ¿Hay cambio posible si no hay encuentro real y transformador entre las personas involucradas? ¿Dónde estamos parados como Iglesia? ¿Cuál es hoy nuestra frontera? ¿Desde dónde nos habla Jesús?

Cacho nos impulsa a interrogarnos todo, a atravesar la intemperie, cada uno a su manera, a profundizar nuestra sensibilidad y redoblar la apuesta por el Reino. A pesar de convivir más de 18 años con la pobreza, jamás se acostumbra. Nunca se acostumbró a ver personas que viven en ranchos de lata, en medio de la basura, de la miseria. “Tenemos hermanos nuestros que están viviendo de una manera que no puede ser, que no se tolera, que la naturaleza humana no lo tolera, ni un minuto más, ni una hora más (…) La voz de mis vecinos me quema adentro”. “Todos somos parte de este desorden de cosas, y no reaccionamos. Como Iglesia y como sociedad estamos llegando tarde. Este es un pecado que no podemos soportar que se prolongue diez, quince, veinte años. Estamos llegando tarde para salvar muchas vidas”.

Un hombre que atraviesa la intemperie, cruza una frontera, y planta su tienda allí, en medio de los pobres. Un hombre impaciente, buscador, que avanza tras el llamado de Dios y no se detiene hasta encontrarlo. Un hombre que de tan humano se vuelve santo, de tan frágil fuerte, de tanto sentir el dolor de los otros se vuelve radical. El Padre Cacho nos interpela con su vida, y nos desafía a reinventar los caminos para llegar al Reino: la mejor versión del nosotros.

Artículo publicado en la Revista Vida Nueva Cono Sur en 2014