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Mons. Pablo GalimbertiNoticeu

«Oscar para IDA»: Reflexión de Mons. Pablo Galimberti

By 05/03/2015marzo 13th, 2015No Comments

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“Hicimos un film sobre el silencio, el alejamiento del mundo y la necesidad de contemplación, y aquí estamos en el epicentro del bullicio y la atención mundial… La vida está llena de sorpresas.” (Pawel Pawlikowski, Director, al recibir la estatuilla).

La trama de Ida, mejor película en lengua extranjera, se desarrolla en Polonia, 1962. Ana está por hacer sus votos definitivos en el convento donde fue entregada, huérfana, por desconocidos.

La superiora de la comunidad insiste que tome contacto con una tía, única parienta viva. Sabio consejo, para asumir la vida religiosa, que no es escapismo del mundo.

Silencio, calma y perseverancia acompañan a la joven que inicia un periplo semejante a las sagas iniciáticas. La joven levantará el velo de un pasado, ingrediente de su identidad.

La novicia llega al domicilio de su tía Wanda, que está en la mitad de su vida y ha sido jueza en una corte comunista. Dos mujeres opuestas, una cínica, la otra ingenua y con hábito.

Por testimonio y fotos de su tía, la novicia descubre que es judía, su nombre es Ida, sus padres fueron asesinados durante la guerra y ella, con la ayuda de un sacerdote, pudo escapar.

Las dos mujeres, distantes al inicio, se complementan. Wanda gradualmente se saca la máscara. La joven va tragando lentamente y en silencio un doloroso pasado.

Las dos mujeres salen de la ciudad hacia una zona agreste y golpean en la modesta casa donde vivían los padres de Ida. Y mientras la tía discute exigiendo información veraz, Ida hace un reconocimiento visual e imaginario del lugar. Entra al establo, observa cada detalle y se despiertan memorias. El vaivén entre blanco y negro ayuda de una manera admirable a evocar el oscuro pasado que ilumina el presente de Ida, que pisa el forraje, acerca su mano a un animal y acaricia su lomo. Por una abertura, extraño y rústico vitral, entra un haz de luz, símbolo de la claridad que está llegando a su vida.

Entra su tía y verbaliza intuitivamente lo que observa. Ida, de modo inconsciente, se está reencontrando con su madre: “Típico de Rosa” (madre de Ida). “Una vidriera sofisticada al lado de mierda de vaca.”

Aquí está la clave de la película. Es el sentido profundo de un camino iniciático, del noviciado y de la vida en un convento, que Ida lo está experimentando en el establo. Las luces del cielo iluminan los rincones con olor a bosta de vaca. Una perfecta réplica del pesebre de Belén. Un principio alquimista era: “en el estiércol se encuentra”. Ambas realidades habitan la condición humana y arrojan luz en medio de absurdos y violencias. Ida respira la memoria de su pasado, imagina a sus padres ordeñando, cultivando la tierra, escondidos y al fin asesinados brutalmente por su condición de judíos.

Wanda ha conseguido la información del lugar donde están enterrados los padres de Ida. El ocupante de la vivienda usurpada colabora, a condición que le dejen la casa y cava un pozo hasta que aparecen los restos, que Ida envuelve delicadamente.

La última etapa de esta iniciación llega cuando Wanda entra con su sobrina a un restorán. Ida escucha con interés a un joven saxofonista y atisba en el encuentro y diálogo con el músico, el destino del amor humano y de una familia. En la escena final Ida camina hacia el lugar donde salió. El periplo está completo.

En el año 1887, Teresa, joven francesa, oye en su casa sobre uno de los más ruidosos dramas policíacos del París de fin de siglo. Enrique Pranzini mató bárbaramente a dos mujeres y una niña, sin dar señas de ningún arrepentimiento. Con 14 años la joven, angustiada por un hombre que morirá sin arrepentirse, pide a Dios que toque el corazón de ese facineroso odiado por todos. Y obtiene una señal: con la cabeza en la medialuna de la guillotina, el condenado pide un crucifijo y lo besa tres veces. Una mujer, Teresa de Lisieux, futura santa, entendía que la historia de ese hombre era asunto de ella.

El presente de Ida ya no será un cobarde refugio. Un doloroso pasado ha despertado en ella. Y para que la tierra no se transforme en un infierno, tendrá sentido suplicar la paz y misericordia divinas. ¡Qué nunca falten estos pararrayos!