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Una vida de clausura

By 27/08/2014agosto 29th, 2014No Comments

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En las afueras de Canelones, once hermanas Clarisas dedican su día a rezar. Solo conversan en los «recreos» y salen por «causas justas».

EL PAÍS , 24 de agosto de 2014

DANIELA BLUTH

María de Jesús llegó de México a Montevideo con una maleta pequeña en la que había guardado un pijama y dos mudas de ropa. Tenía 16 años, un permiso de menor firmado -a disgusto- por sus padres, el pasaje abierto por tres meses y una vocación bien definida: quería ser monja de clausura. De Uruguay sabía poco y nada, salvo que aquí hacían falta nuevas vocaciones y que algunas hermanas mexicanas ya estaban instaladas en un pequeño monasterio de un lugar llamado Canelones. «Era una completa desconocida que venía de otro país a tocar la puerta diciendo `quiero ser monja`», recuerda hoy, nueve años después y totalmente adaptada a la vida contemplativa que lleva en la congregación de hermanas clarisas capuchinas, donde la principal actividad es la oración.

En Uruguay no hay muchos conventos de clausura y tampoco son muchos los religiosos que los integran. El de las clarisas capuchinas, ubicado en una zona rural sobre la ruta 64, es uno de los cuatro monasterios del departamento de Canelones; también están las clarisas franciscanas en San José de Carrasco, las salesas en Progreso y las benedictinas en El Pinar.

El monasterio es sólido pero austero. Allí viven once hermanas de entre 25 y 100 años y una aspirante. No pueden salir a la calle ni interactuar demasiado, entre ellas ni con el resto de las personas. Su día está marcado por una actividad principal que se repite de la mañana a la noche: rezar. «La vida contemplativa es a veces muy difícil de comprender, es una entrega silenciosa que el mundo no ve. A veces la gente te dice `qué están haciendo ahí encerradas habiendo tantas obras sociales, tantos pobres, tantas necesidades donde hacen falta manos… pero en realidad nuestra vida es una constante plegaria», explica María de Jesús (25). «Y no se pide para nosotras mismas, se pide para los demás».

Desde un pequeño oratorio, donde cada una tiene un lugar asignado y su material de lectura, las hermanas mantienen su conversación con Dios y aspiran a través de esas plegarias a llegar a toda la humanidad. «Nada nos es ajeno, nada nos es indiferente», resume la hermana Celina (68), una de las pocas uruguayas, actual madre superiora del monasterio Santa María de los Ángeles. Piden por los enfermos, desempleados, presos, los que se sienten solos, los que sufren por las guerras o por la muerte de un ser querido. Además, aunque no es su principal cometido, reciben peticiones por teléfono o en persona. «No es nuestra misión, pero si la gente viene o llama siempre se la recibe».

Es que la de las clarisas es una clausura bastante laxa, producto de los tiempos que corren y de la propia ubicación del monasterio. La congregación tuvo su origen en los años `30 en Nuevo París, pero la instalación de varias curtiembres en la zona, con su consiguiente ruido y cenizas, impulsó -sobre todo por razones de salud- la mudanza, que se concretó en 1979. Con el dinero de la venta del viejo convento se construyó uno nuevo, ya sin grandes muros ni rejas. «Tenemos lo elemental, hoy más que nada por seguridad», aclara la madre superiora. Y aunque solo salen de allí por «causas justas» y «dignas de aprobación», el hecho de que a uno de los lados del edificio haya una pequeña gruta de piedra dedicada a la virgen de Lourdes hace que el contacto con los fieles sea, casi, cotidiano.

Rutina

El día comienza temprano, cuando a las seis de la mañana la madre Celina hace sonar una campana a lo largo del pasillo que une las «celdas», como las hermanas llaman a sus habitaciones. Media hora dedicada al «aseo personal» y la cita es en el oratorio, el lugar «más íntimo» de la comunidad. Los rezos empiezan con el Angelus y se extienden durante casi dos horas antes de ir a desayunar. Esa misma rutina, que realizan con dedicación y alegría, se repite previo al almuerzo y al terminar la tarde.

El resto de la mañana las hermanas lo dedican a sus labores, que incluyen la limpieza de la casa, atender la puerta y el teléfono, hacerse cargo de la enfermería, de la cocina o de cortar la leña para abastecer las salamandras. Además, para generar ingresos hacen dulces, salsas y conservas, tareas de costura y hostias. «Nuestra vida es muy simple, por opción es sencillez y pobreza. Lo principal es trabajar para recibir el sustento, aunque también acogemos limosna», explica Celina. Las hostias, que venden a los talleres Don Bosco en Montevideo y en varias parroquias de Maldonado, son el ingreso más significativo de la congregación. Para uno de los últimos pedidos elaboraron 30 mil hostias chicas y 300 grandes. Casi todos los alimentos que preparan los venden en un puesto sobre la Ruta 5. «Nos acogen todo y nos pagan en el momento, lo que nos sirve para ir viviendo». Además, desde hace unos meses la hermana Josefina (40) pinta unas «babitas» de bautismo que tienen mucho éxito en la iglesia de Pando. Por cada una perciben 80 pesos.

Las monjas de clausura no suelen conversar entre ellas, salvo en los momentos de «recreo», como se refieren a las instancias más distendidas que se dan luego del almuerzo o la cena. «Ahí hablamos», dice María de Jesús dejando escapar la risa. Justamente, agrega, ese es un tiempo para reír y jugar. Para los «recreos comunitarios», que tienen lugar los domingos, las hermanas organizan juegos de mesa o pelota, rondas de chistes y adivinanzas o salidas a caminar o correr. También celebran los cumpleaños, con torta casera, algunos globos y sesión de cine con películas «con enseñanzas».

En ningún momento viven la clausura con angustia ni cuestionan la eficacia de sus reiteradas conversaciones con Dios. Ni siquiera los lunes, día que tienen permitido mirar el informativo. «No es todo fracaso, hay mucho bien escondido», dice la madre Celina y ejemplifica con los triunfos de Uruguay en el fútbol y el esfuerzo de muchos grupos de jóvenes que en Montevideo trabajan por las noches para acercar un plato de comida a la «gente necesitada». En esa apuesta hacia una vida más integrada a la sociedad, las clarisas también tienen una computadora con acceso a Internet, algo impensable hace algunos años o en otras congregaciones más conservadoras. «A través de Internet las hermanas se informan bastante, podemos imprimir alguna noticia destacada, como el conflicto en la zona de Gaza… nada se nos escapa, ningún ser humano, y entonces lo incluimos en nuestras plegarias», justifica la superiora. Además, este año están recibiendo un curso de antropología y teología espiritual. «Porque nuestra vida tiene que estar renovándose cada día y tenemos que estar actualizadas».

Las salidas son excepcionales, para ir al médico -se atienden en salud pública- o hacer un trámite. Y las visitas, previa coordinación, son casi siempre de familiares. «Una vez vino desde España una sobrina de sor Juana que estaba buscando a su familia», recuerda Celina.

Misterio

En tiempos en que la merma de aspirantes a la vida religiosa preocupa a la Iglesia Católica, la elección de la clausura despierta caras de asombro, miradas reprobatorias e incluso burlas. Desde afuera, parece difícil comprender una elección tan radical, incluso para los propios católicos. María de Jesús proviene de una familia cristiana y aún así tuvo sus obstáculos. «Mi mamá es una mujer de mucha fe y mi papá es muy creyente, pero de los que decían `mi hija no`. Él fue el más tenaz para interponerse, pero al final el Señor lo doblegó y accedió». Ella definió su vocación cuando aún estaba en México, ni bien terminó la secundaria, a los 15 años. «Es una experiencia que te atrae pero que a la vez tiene que tener un momento de encuentro. Yo viví ese encuentro con el Señor a través de una mirada. Claro que no lo tenía enfrente, pero cuando sentí que Él me miró se me quitaron todas las dudas… todo lo que se interponía en el camino para dar el sí a esta vida de clausura desapareció».

La hermana Celina lleva cincuenta años de clausura, una vocación que siempre tuvo clara. Se educó en el colegio San José de la Providencia, pero no cree que eso haya sido decisivo. «Porque éramos muchas y solo dos entramos de monjas», recuerda. Primero conoció a un grupo de hermanas capuchinas, luego a las clarisas. «No sé qué me pasó, pero sentí en mi interior y en mi corazón que ese era mi lugar». Ingresó de forma definitiva al terminar el liceo. «Hay algo que te atrae, algo muy fuerte que uno ni se da cuenta cuando es pequeño pero después va creciendo con uno. Y uno percibe que ese es el llamado».

A comienzos de agosto llegó al monasterio María del Valle (30), una joven de Maldonado con voluntad de experimentar la vida de clausura. «Es la forma de ir sintiendo y viviendo si este es tu lugar. Con sus dificultades, con sus virtudes, esa es la idea… por ahora estoy re-contenta». Antes, María había cursado unos años de Medicina y trabajaba como profesora de inglés en una UTU. «He hecho de todo, tuve mis compañeros, mi casa, mi trabajo, pero nada me llenaba», dice para explicar el cambio de rumbo. Aunque viene de una familia creyente, su decisión no contó con el visto bueno de algunos parientes y amigos. «No es un camino lisito, tiene sus espinas, como gente que te dice `¿te vas a encerrar?` o `¡estás loca!` y eso te queda en la cabeza, te hace cuestionarte, pero también te ayuda a ir madurando la vocación». Si se decide por la clausura, le espera un largo proceso de formación que entre aspirantado, postulantado y noviciado se puede extender por una década y culmina con el compromiso definitivo. En ese «casamiento» con Dios las monjas realizan los votos de castidad, obediencia y pobreza. María sabe de qué se trata y se la nota entusiasmada. Dice que hace tiempo que viene regalando ropa y objetos, dejando lo imprescindible para no pasar frío. «De repente, estando en el mundo uno compra y compra, tiene el ropero lleno y después se da cuenta de que no precisa tanto». Allí, viviendo como una hermana más, estará hasta noviembre. «Cuando se termine vuelvo a casa a pensar un poco. Pienso yo y piensan ellas», dice entre risas. «Y quizás después vuelva».

El día que ellas son anfitrionas

El lunes 11 de agosto en el Monasterio Santa María de los Ángeles, a pocos kilómetros de la ciudad de Canelones, hay más movimiento que el habitual. Sobre las 15.30 llegan los primeros visitantes, que se acomodan en los bancos de la capilla, aún vacía y donde el frío cala hondo en los huesos. Algunos fieles hacen una breve escala en la pequeña gruta de Lourdes, repleta de mensajes de agradecimiento y donde las velas encendidas son una constante. Pero ese día la protagonista es Santa Clara, figura que le da nombre a la congregación de once hermanas clarisas capuchinas que llevan una vida «de clausura» dedicada a la oración. Esa tarde la rutina cambia y ellas abren las puertas de su casa.

Desde la entrada de la capilla María de Jesús da la bienvenida y conversa con cada uno de los visitantes. Cuatro adolescentes llegan a las risas y se ubican en uno de los últimos bancos. Están tentados y no pueden evitar revisar el celular. Se los nota familiarizados con el entorno, aunque poco compenetrados con la actividad que está por comenzar. Una de las hermanas los invita a ayudar con los preparativos. Reparten las carpetas con los cantos y preparan algunas canastas para la limosna, sin dejar de reír.

El obispo de Canelones Alberto Sanguinetti es el encargado de oficiar la misa, que comienza puntualmente a las 16 horas. Cada una de las hermanas ocupa su lugar en el oratorio, separado de la capilla por una ventana con rejas que en otros tiempos supo permanecer cerrada. Es que hoy la clausura de las clarisas ya no es tan estricta como en los años de su fundación, hace más de ocho décadas.

Detrás de esa ventana asoma el rostro arrugado y rozagante de la hermana Juana, la mayor de la congregación, que con 100 años está autorizada a permanecer sentada durante todo el servicio. María de Jesús es la organista y el resto conforma el orgulloso coro. La celebración dura casi dos horas y termina con una oración a Santa Clara y la invitación de la madre superiora, Celina, a compartir una merienda en el locutorio. Así, entre chocolate caliente y pasta frola casera, transcurre una de las pocas instancias en que las hermanas pueden interactuar con gente fuera de la congregación.

Uruguay: el país menos católico

Uruguay es el país menos católico del continente más católico del mundo: 47% de la población se declara parte de esa feligresía. Además, es el único de la región donde se produce «un proceso de secularización acelerada», según las conclusiones de la Corporación Latinobarómetro en su informe «Las religiones en tiempos del Papa Francisco», presentado este año.

Pero más allá de los fieles, es difícil cuantificar cuántas personas entregan su vida a la religión. La Conferencia de Religiosos y Religiosas del Uruguay (Confru) tiene unas 60 congregaciones de hermanas registradas con 429 monjas, aunque podría haber más que no están en esta base de datos. «En los tiempos que corren hay que gritar que encontrarse con Dios vale la pena, y que Dios puede llenar a una persona», opina el obispo de Canelones, Alberto Sanguinetti, sobre la progresiva disminución de religiosos y fieles en todo el país.

Facebook, una herramienta útil para ayudar a discernir

En los tiempos de Internet, la clausura es cada vez más relativa. Con el visto bueno de la congregación, desde hace un año la hermana María de Jesús gestiona una página en Facebook a la que bautizó Jesús te llama hoy y a través de la cual «sube» mensajes y fotos para toda la comunidad, pero sobre todo para los jóvenes. «Hoy la vocación es muy difícil, a los muchachos les cuesta el compromiso, lo viven con mucha inseguridad», explica. Además, «el Face» le resulta una herramienta útil para «ayudar a discernir» a aquellas chicas «que sienten el llamado pero tienen miedo». Es que en los últimos años las clarisas no han tenido nuevas incorporaciones; María de Jesús fue la última, hace ya casi una década.

En esa misma búsqueda la congregación está haciendo una experiencia de tres meses con un grupo de chicos de la zona, a los que dos sacerdotes imparten charlas y María de Jesús forma en canto, sin traspasar los muros del monasterio. Al comienzo eran 20, pero el invierno hizo menguar la asistencia. Al servicio por el día de Santa Clara, solo asistieron cuatro de ellos. «Es difícil, son adolescentes y, como parte de su naturaleza, adolecen de todo», dice María de Jesús.