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Testimonio del Embajador ante la Santa Sede en el interregno que vive la Iglesia

By 08/03/2013No Comments

El Embajador de Uruguay ante la Santa Sede, Prof. Daniel Ramada Piendibene comparte en el Boletín digital del Centro de Estudio y Difusión de la Doctrina Social Cristiana (CEDIDOSC), del que es socio activo, las sensaciones experimentadas por los romanos ante la renuncia de Benedicto XVI, su propia mirada de la decisión del ya Papa emérito y describe las situaciones a las que deberá enfrentarse y dar solución el próximo Papa.

“La gente está, a la vez, alegre pero triste; contenta, casi perpleja por la inmensidad humilde del gesto de Joseph Ratzinger, pero también sintiendo la ausencia del Papa, el vacío de la sede, asevera el Embajador.

El Prof. Ramada sostiene que “más allá de la simpatía o antipatía con la que cada uno se enfrente a Benedicto XVI, más allá de las discrepancias pastorales, disciplinarias o teológicas que susciten sus escritos y sus opciones, pasadas o recientes, la renuncia del Papa es un acto de fidelidad a sus convicciones y a su visión del ministerio pontifical”. “No sólo merece el humano respeto que debe acompañar cualquier renuncia indeclinable a una posición de responsabilidad disciplinaria –evitemos la palabra ‘poder’ como él mismo se encargó de hacerlo– sino también el acatamiento de quienes se dedican a la reflexión teológica”, subraya el Embajador uruguayo.

En cuanto al próximo Cónclave y la elección del Papa, advirtió que es “inadecuado alentar desmesuradas expectativas sobre los cambios que pueda traer aparejada la sucesión pontifical. Es más prudente que cada uno se concentre en lo que está a su alcance. El resto se lo deja en manos de Dios a través o a pesar de las manos de otros hombres”.

El Embajador finaliza su reflexión indicando los problemas y situaciones que deberá enfrentar el nuevo Papa y se detiene en la doctrina social.

A modo de EDITORIAL

El Padre Juan, Patriarca emérito del CEDIDOSC, me pidió días atrás una reflexión sobre lo que se está viviendo en Roma como consecuencia de la renuncia del papa Benedicto XVI. El boletín de Marzo obviamente no puede pasar por alto este hecho histórico cuyas repercusiones exceden ampliamente el ámbito jurídico o canónico. La propia doctrina social de la Iglesia –objeto de nuestra actividad académica– aunque de modo indirecto o reflejo, es alcanzada por la magnitud del acontecimiento. Si bien la determinación de dejar la sede apostólica se basa formalmente en una resolución ajustada a normas eclesiásticas, es decir, se presenta bajo el ropaje de los ámbitos jurídico y canónico, estas dos disciplinas reposan, entre otros aspectos teológicos, sobre las estructuras humanas de convivencia que incluyen en su desarrollo histórico y funcionamiento la dimensión social de las relaciones humanas. Es más, la renuncia del Santo Padre tiene consecuencias, incluso, en el terreno dogmático. En efecto, la eclesiología y aún, la teología de la revelación, son alcanzadas por la decisión papal de dejar libremente el ministerio petrino ya que el Santo Padre declara que ha dado este paso después de un discernimiento fundamentado en los signos de los tiempos actuales.

Dimensión social del conocimiento teológico, doctrina teológica sobre el acontecer social, historicidad de la expresión conceptual de las relaciones entre la esfera inmanente, humana, y el Dios trascendente hecho historia en la encarnación del Hijo, todos estos aspectos entran en línea de consideración al pretender sacar las consecuencias de la decisión de Benedicto XVI. Así, vale la pena contemplar un poco más de cerca el contexto humano de un acontecimiento que puede leerse desde el ángulo meramente sociológico e inmanente o, tomando como base el fenómeno histórico, profundizar en su alcance doctrinal y teológico.

Febrero Agridulce

Quienes vivimos los sucesos de febrero de 1973 en aquel Uruguay de noticias en blanco y negro, sin computadoras personales, celulares ni redes sociales, quizás recordemos el título de un célebre libro de Amílcar Vasconcellos: Febrero Amargo. Me sirvo de aquella imagen, tan cercana y tan lejana pero seguramente familiar a muchos lectores de este Boletín, para evocar los sentimientos encontrados que presiden el febrero actual, invernal en este hemisferio boreal desde donde les escribo, pero que alimenta la esperanza de nuevas primaveras en la Iglesia Católica. El hecho es que desde ayer: non habemus papam y, al mismo tiempo, y pese a la sede vacante, tenemos un papa emérito. Sensaciones encontradas, sabor agridulce. Vetera et Nova, Semper idem y semper reformanda. (= “Cosas antiguas y Nuevas: Siempre las mismas, y siempre necesitadas de reforma”).

Como se imaginarán, desde que el 11 de febrero pasado, Benedicto XVI anunció su retiro del sumo pontificado, en tanto ministerio petrino, además de las llamadas y correos electrónicos de tantos amigos, he sido consultado por diversos medios de comunicación del Uruguay sobre el clima que se vive en Roma. A todos les he dicho que la gente tiene una sensación extraña que, en cierto modo, yo mismo comparto. Un momento agridulce, de ruptura y permanencia, de pérdida pero sin vacío, o de abandono pero sin luto. Es algo que se puede definir, abusando un poco de la analogía, con aquello que llamamos tener el corazón dividido. La gente está, a la vez, alegre pero triste; contenta, casi perpleja por la inmensidad humilde del gesto de Joseph Ratzinger, pero también sintiendo la ausencia del Papa, el vacío de la sede. Al cerrarse los apartamentos pontificios y los portones de Castel-Gandolfo en una especie de ritual conocido pero inédito, se mezclaban felicidad y dolor. Una experiencia antigua, ya vivida, con un componente nuevo, desconcertante. Un mandala que se deja contemplar fugazmente, desnudando lo bueno, lo malo, lo hermoso y lo feo. Ruptura, continuidad e incertidumbre, todo en un solo instante.

Desde el punto de vista de la psicología profunda –no se olviden que cultivo desde hace décadas el estudio de los arquetipos– se parece a la experiencia que se sigue de la desaparición del padre. En el imaginario, en este caso colectivo, sobreviene la ausencia de un punto de referencia permanente. Se cancela el contenido de una imagen fundacional de identidad. Es una pérdida que provoca vacío, sensación de abandono. Sólo que en este caso se procesa por fuera del dolor. Se procesa sin el luto de la desaparición irremediable.

Creo que, una vez más, el mundo posmoderno nos atropella con su paradigma sincrónico obligándonos a conjugar, por enésima vez, lo instantáneo y extraordinario con lo furtivo; la contemplación, fugaz y pasajera, con la acción que exige, aceleradamente, seguir adelante, al precio de contabilizar la perla de gran precio, hallada y perdida, en la columna deudora del balance. Algo de todo eso es lo que parece estar experimentando el pueblo romano en estos días de llantos y aplausos.

La renuncia en su contexto


Ríos de tinta corren desde las 11:40 am del pasado 11 de febrero, solemnidad de Nuestra Señora de Lourdes, aniversario de los Pactos de Letrán y Jornada Mundial del Enfermo. El Papa, ¿está desilusionado o desanimado? ¿Ha claudicado frente a la hostilidad? ¿Decidió huir por la gravedad de los problemas que debe enfrentar? En una palabra: ¿Se ha bajado de la Cruz? Sinceramente, no lo creo. Él mismo lo ha dicho ¡tres veces! en estos pocos días. No parece que su decisión deba leerse como un acto basado en motivos de comodidad, de cansancio, de búsqueda del propio confort o como afirmación del ejercicio de un hipotético derecho a la tranquilidad. Estas lecturas, en todo caso, sólo desacreditan a quienes las hacen.

Más allá de la simpatía o antipatía con la que cada uno se enfrente a Benedicto XVI, más allá de las discrepancias pastorales, disciplinarias o teológicas que susciten sus escritos y sus opciones, pasadas o recientes, la renuncia del Papa es un acto de fidelidad a sus convicciones y a su visión del ministerio pontifical. No sólo merece el humano respeto que debe acompañar cualquier renuncia indeclinable a una posición de responsabilidad disciplinaria –evitemos la palabra ‘poder’ como él mismo se encargó de hacerlo– sino también el acatamiento de quienes se dedican a la reflexión teológica.

Los problemas que han aflorado a luz pública en los primeros meses del año pasado como consecuencia de la sustracción de documentos luego filtrados a la prensa –el llamado Vati-leaks– ni son nuevos, ni eran desconocidos para el Papa. Al contrario, estuvieron en el centro de sus preocupaciones desde el comienzo mismo de su pontificado. Transparencia financiera, tolerancia cero a la pedofilia o a los desvíos sexuales en el clero, luchas de poder en el seno de la curia vaticana y otros más o menos anexos o conexos, fueron todos asuntos que el Papa encaró frontalmente a partir de su elección a la sede romana. El hecho que la prensa los haya conocido de primera mano el año pasado, no les dio existencia sino publicidad, y en todo caso esa publicidad tuvo un efecto paradójico. Reforzó la posición de los colaboradores que le guardaron humana fidelidad. Si el Santo Padre, tal cual había explicado en varias oportunidades, incluso antes de ser pontífice, tenía el derecho y hasta el deber de renunciar en caso de imposibilidad física, los acontecimientos mediáticos tumultuosos del 2012 pueden haber jugado un rol dilatorio.

Por último, y desde un punto de vista teológico, la renuncia fue leída por el renunciante como el fruto de un largo discernimiento en el que el eje direccional estuvo centrado en buscar y hallar la voluntad de Dios y el mayor bien de su Reino o, para ser más exactos en la perspectiva exegética de la Escritura, de su Reinado. Un Reinado que se procesa inicialmente, según la fe de los católicos, por medio de la Iglesia. En este sentido no hay que olvidar que desde el punto de vista dogmático –siempre según la fe profesada por esa misma Iglesia– el Romano Pontífice goza de una particular asistencia que llega al punto, en ciertas circunstancias, de convertirse en infalibilidad doctrinal.

¿Y ahora qué?

La otra pegunta que periodistas y amigos plantean es: ¿Quién va a venir? ¿qué va a pasar? o parafraseando a Kant ¿qué puedo esperar? Quizás por edad, por temperamento o como medicina preventiva, no me parece oportuno hacer demasiados pronósticos. Menos aún incentivar ilusiones. No es una falta de fe en el Espíritu Santo, que siempre se las arregla para llegar al bien de los que aman a Dios, sea a través de los actos humanos –causas segundas– sea a pesar de ellos –convergencia al Omega más allá del misterio de la iniquidad–. En todo caso recuerdo el consejo de un viejo amigo: «Nunca se hagan demasiadas ilusiones. Así se evitan las grandes desilusiones». Algunos, con mucha razón, pueden pensar: Claro, si en 1958, al ser elegido Juan XXIII, alguien hubiera dicho que el viejo Patriarca de Venecia iba a protagonizar el acontecimiento más relevante en la historia de la Iglesia después de Trento, probablemente pocos le habrían creído. Pero también es verdad que cuando veinte años más tarde otro Papa Bueno, también Patriarca de Venecia, fue elegido para guiar la barca de Pedro, tan solo duró treinta y tres días. Por eso pienso que es inadecuado alentar desmesuradas expectativas sobre los cambios que pueda traer aparejada la sucesión pontifical. Es más prudente que cada uno se concentre en lo que está a su alcance. El resto se lo deja en manos de Dios a través o a pesar de las manos de otros hombres.

En lo que concierne a Benedicto XVI todo indica que su decisión de entrar en la nueva etapa de una peregrinación iniciada hace más de ocho décadas con ánimo orante y al resguardo de la atención mediática –ojalá los «paparazzi» y voyeurs respeten su voluntad de recogimiento en el retiro– no lo tendrá como protagonista indirecto de la vida pontifical, salvo como ejemplo de coherencia en el oficio gubernativo. Su gesto, que no por hipotéticamente plausible dejó de ser sorpresivo para muchos de nosotros, lo pone al abrigo de cualquier sospecha de ulterioridad en la intención. Los pronunciamientos que le escuchamos a partir del 11 de febrero parecen destinados a entrar en la historia de la Iglesia como textos de una teología espiritual de gran profundidad. Quizás permanezcan mucho más actuales que la variada producción específicamente doctrinaria a la que nos acostumbró desde fines de la década de los ’50.

Continuidad y novedad

El nuevo Papa deberá enfrentar problemas y situaciones tanto conocidas como inéditas. Por un lado el proceso de certificación en los órganos de transparencia financiera que inauguró Benedicto y cuya conclusión exige seguir avanzando en sintonía con el nuevo mundo de la trazabilidad operativa de los sistemas bancarios. Por otro la vigilancia e intransigencia en la rectitud del clero y los religiosos en lo todo lo que concierne a una sana sexualidad. Este, aunque se lo intente soslayar, es uno de lo problemas más agudos que deberá enfrentar el nuevo Pontífice, no tanto por su magnitud estadística, de difícil cuantificación en un contexto de ocultaciones y hasta complicidades, como por su complejidad, incluso, institucional. La intransigencia de Benedicto ha marcado una saludable reacción que, por el bien de aquellos niños y jóvenes que sus padres confían al clero o a los religiosos, no debería tener ningún tipo de concesión o marcha atrás. Por último la adecuación pastoral y doctrinal a un mundo que genera y transmite información y conocimientos mediante mecanismos completamente extraños al viejo método discursivo, es otro desafío de renovación que excede, con creces, el ámbito puramente eclesial o académico.

Y un breve epílogo para la doctrina social. En diversas ocasiones afirmé, incluso en el ámbito del CEDIDOSC, que difícilmente tendremos una doctrina social adecuada a los nuevos desafíos –y cuando digo adecuada quiero subrayar su dimensión de aporte constructivo a problemas inéditos– sin una renovada ciencia de lo social que tenga la audacia y la generosidad de enfrentar el problema de la complejidad posmoderna desde la perspectiva de los propios actores y fenómenos.

La sociedad fragmentada, icónica y sincrónica, exige que quienes se consagren profesionalmente a la reflexión sociológica sobre los fenómenos humanos en su impacto religioso –signos de los tiempos– y al discernimiento teológico de los fenómenos históricos –signos de Dios– sepan elaborar los nuevos odres para el vino nuevo que están llamados a envasar. En este terreno no se precisa esperar la elección del nuevo Pontífice para continuar trabajando. Más bien cada uno contribuirá con él, con la Iglesia y con la entera comunidad humana de acuerdo a su especificidad, grado y carisma.

Daniel Ramada – Roma 01.03.2013

N. de R.: Información de primera mano, enviada por el Embajador de Uruguay ante la Santa Sede, Prof. Daniel Ramada Piendibene, socio activo del CEDIDOSC, a quien agradecemos inmensamente el trabajo meticuloso que se ha dignado enviarnos, ciertamente robado a su descanso.