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“Cómo conocí a Cacho”: Mons. Heriberto Bodeant cuenta en detalle sus encuentros con el hoy Siervo de Dios

By 19/02/2017No Comments



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Prolegómenos

En 1969 yo estaba cursando el tercer año de Liceo en Young y cumplí mis 14 años. Ese año el locutor Rubén Castillo presentó en su programa de Radio Sarandí un disco (de vinilo, claro), recién aparecido: Poetas Andaluces, del grupo español Agua Viva. La música del grupo me produjo una fuerte impresión por su originalidad, su calidad y su mensaje. En un viaje a Fray Bentos lo encontré en una librería, vi que me alcanzaba la plata… y lo compré. Lo escuché muchas veces, me aprendí de memoria las letras de muchas canciones. Me gustó mucho.

Beto 2Un año después, yo estaba terminando mi último año de Liceo, cuando se presentó en el Club Social y Deportivo de Young el grupo Viva la Gente. Por esos tiempos yo arañaba la guitarra e intentaba cantar en medio del cambio de voz de la adolescencia. Ya había participado en “orquestitas” formadas con amigos que estaban, como yo, en sus muy precarios comienzos. El recital de Viva la Gente me entusiasmó mucho. Era algo completamente distinto. Una pequeña orquesta (los jóvenes de hoy dirían una banda) de dos guitarras, bajo y batería, pero un grupo de cantantes y bailarines (algo como lo que podría ser hoy un grupo de parodistas) dejando el alma en el escenario y cantando unas letras que trasmitían un mensaje positivo y entusiasmante: Viva la Gente, ¿De qué color es la piel de Dios? son las dos más recordadas.

Yo no tenía idea de dónde venía el grupo que había visitado Young, pero me sorprendí y alegré al saber que eran de Paysandú. Ahí al lado, apenas a 60 km. Escuchándolos pensé que una canción como La unión del mundo de mi admirado Agua Viva encajaría muy bien en el repertorio de Viva la Gente.

El asesor

Al año siguiente, 1971, me traslado a Paysandú para estudiar magisterio. No sé cómo averigüé dónde se reunía Viva la Gente, y caí por allá, sin saber exactamente qué era lo que me proponía, salvo decirles algo como “yo conozco una canción que ustedes podrían cantar”… pero también ganas de sumarme al grupo, cantar con ellos.

El grupo se reunía en uno de los salones del complejo que forman la iglesia de la Parroquia San Benito (la basílica, como la llaman habitualmente los sanduceros) y el Colegio Nuestra Señora del Rosario, todo a cargo de los Padres Salesianos. Llegué a una hora de reunión o ensayo, me presenté, dije que me interesaba el grupo y los que me recibieron me llevaron a hablar con el asesor, un flaco alto; pantalón gris, camisa blanca, pelo un poco largo: el salesiano Rubén Isidro Alonso, el “Padre Cacho”.

Mi primer encuentro con Cacho no fue muy estimulante para mí. Me explicó que Viva la Gente no era simplemente un grupo de canto. Que el mensaje que llevaban venía de un trabajo de reflexión en el grupo, de buscar vivir los ideales que después querían transmitir con el canto. Me invitó a venir a las reuniones, pero me quedó claro que llegar a cantar no iba a ser algo muy cercano… y allí terminó para mí la cosa. No volví.

Sin embargo, Cacho retuvo la cara de ese jovencito que había venido de Young a estudiar magisterio. No sé hasta dónde me siguió el rastro hasta la siguiente vez que volvimos a vernos, uno o dos años después; pero tal vez supo que yo era pensionista en el Colegio Don Bosco, al lado de la Parroquia de San Ramón, en el barrio del Puerto de Paysandú, donde había otra comunidad salesiana. El caso es que por allí nos volvimos a cruzar con Cacho y me tiró de nuevo y de pasada una invitación: “tenés que venir por acá con tus compañeros de Magisterio”. Pero yo no me sentía llamado a ser un joven apóstol de otros jóvenes y no le di bolilla. Sin embargo, no dejé de darme cuenta de que Cacho me había “fichado”.

Un servicio en la Iglesia

Como suele decirse, la tercera es la vencida. Esta vez Cacho me encontró en mis propios pagos, en la Parroquia de Young. Era el año 75. Yo había terminado magisterio en diciembre del 74 y había vuelto a mi pueblo. En enero ya estaba en el grupo de jóvenes de la Parroquia participando en una misión en Sauce. En Semana Santa había estado en un encuentro nacional de Pastoral Juvenil en San José. O sea, ya estaba metido adentro. Es así que cuando Cacho planteó que buscaba en cada parroquia jóvenes que “estén dispuestos a prestar un servicio en la Iglesia” yo agarré viaje. Recuerdo esas palabras de Cacho, porque no dejaban de ser un poco misteriosas. ¿Qué quería decir “prestar un servicio en la Iglesia”? Todavía me lo sigo preguntando, porque a lo largo de mi vida eso ha tenido mil respuestas, y estoy seguro de que me quedan aún muchas por descubrir. Pero en aquel momento se trataba de participar en lo que se llamó el “Primer Seminario Diocesano de Pastoral Juvenil”, una reunión en la Casa Diocesana de Salto de delegados jóvenes de las parroquias de la Diócesis.

Por aquel tiempo, Cacho era el asesor diocesano de Pastoral Juvenil, pero estaba en un proceso de cambio. Iba a salir de la Diócesis para, con otros dos salesianos, formar una comunidad que iba a vivir en un ranchito en uno de los barrios pobres de Rivera. Antes de irse, Cacho quería que quedara organizada la Pastoral Juvenil diocesana.

A mediados de los años 70, la acción pastoral de la Iglesia en el mundo juvenil venía de la Acción Católica, con sus ramas juveniles, algunas más desarrolladas, otras menos: Juventud Estudiantil Católica (JEC), Obrera (JOC), Agraria (JAC). La reunión nacional de Pastoral Juvenil en la que yo había estado en Semana Santa en San José había estado precedida por otra, en los días previos, que había marcado el final de esas organizaciones “ambientales” para privilegiar el agrupamiento de los jóvenes en las parroquias: lo que hoy en el Uruguay llamamos Pastoral Juvenil.

El Seminario al que había convocado Cacho era una reunión de estudio (por eso lo de Seminario) y reflexión. Había gente de Artigas, Salto, Paysandú, Young y de algunos otros lados. Unos ocho o diez. Estudiamos pasajes del decreto del Concilio Vaticano II sobre el Apostolado de los Laicos, Apostolicam Actuositatem y la parte de las conclusiones de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Medellín, 1968) dedicada a Juventud.

De allí surgieron unas conclusiones que buscaban dar una orientación a la Pastoral Juvenil diocesana marcando un fuerte protagonismo de los jóvenes, con las características de un movimiento laical.

Algún tiempo después, Cacho marchó a Rivera, el Obispo nombró como asesor al P. Víctor Couto, hubo una nueva convocatoria diocesana, más participación, más reflexión, y aquellas conclusiones quedaron un poco de lado. Sin embargo, para varios de los que estuvimos con Cacho aquellos días, ese encuentro fue una “experiencia fundante” para nuestro compromiso con la Iglesia.

¿Qué quedó de estos encuentros con Cacho en los ’70? Un pastor que conoce a sus ovejas, que las tiene presentes, las recuerda, las busca con cariño. Un pastor con una gran confianza en los jóvenes, en sus posibilidades y capacidades. Un formador (al igual que después lo fue Víctor Couto) que no tenía ningún reparo en poner en manos de los jóvenes los documentos de la Iglesia y hacerlos leer, reflexionar y buscar la forma de ponerlos en práctica.

Nueva Esperanza

En 1980, tal vez entendiendo un poco más aquello de “prestar un servicio en la Iglesia” entré en Montevideo al Seminario Interdiocesano, como seminarista de la Diócesis de Salto.

Uno de los cuatro pilares de la formación sacerdotal (junto a la vida espiritual, la vida comunitaria y la formación intelectual) es la práctica pastoral. Yo fui enviado a la Parroquia de Paso Carrasco, en Canelones (nada que ver con Carrasco de Montevideo, salvo por el arroyo que los separa). Allí, entre otras actividades, trabajé mucho en el boletín parroquial, unas páginas impresas a mimeógrafo bajo el título de La Voz de Todos, que pretendían recoger no sólo la vida parroquial, sino también la vida del barrio.

Esa experiencia llevó a que uno de mis formadores, el P. Pablo Bonavía, me sugiriera que podía dar una mano al Padre Cacho, que había empezado a hacer un boletín con esas características en la zona de Aparicio Saravia y Timbúes.

Fue así que volví a encontrarme con Cacho. Yo había cambiado mucho desde aquel para mí lejano ‘71 en el que nos conocimos, pero él era el mismo flaco… salvo por su impresionante barba de profeta.

La cuestión de la barba no me llamó mucho la atención. Cuando fui conociendo a algunos de los vecinos del barrio que participaban en la obra y que colaboraban en el boletín, tampoco me llamó la atención verlos de barba. No sabía todavía que esa barba estaba motivada por una promesa.

Cacho vivía en un ranchito de lata que le habían ayudado a construir los vecinos… un ranchito igual al de muchos de ellos (más chico, porque Cacho vivía solo).

El ranchito estaba al lado de un salón comunal, en el que había además duchas y lavaderos. Cacho contaba que eso era lo que había pedido la gente, después de varias reuniones bajo la sombra de un ombú: un lugar para reunirse, donde además fuera posible lavar la ropa y bañarse, “porque si vas a pedir trabajo, mugriento y jediento y encima ‘del cante’ no llegas ni a entrar”. Cacho me explicó también que no siempre las necesidades que veíamos desde afuera son las que más sienten y sufren quienes viven en el cantegrill.

En el salón comunal se hacían reuniones semanales. La gente del barrio se organizaba para construir viviendas por ayuda mutua. Y allí apareció el tema de la barba: la promesa era no afeitarse la barba hasta que el último de los vecinos que participaba en el proyecto entrara en su casita.

Y ese día llegó, efectivamente… De pronto, todos los hombres parecían más jóvenes. Recuerdo al herrero, el “Manco” Telman, con el pelo corto, bien peinado para atrás y unos bigotes recortados, tipo actor de película de los ’40. Cacho apareció con ese rostro que es el que todos más recordamos, en el que se lee al mismo tiempo el agobio de la cruz y la luz de una esperanza irreductible.

Las paradojas del Evangelio

Las palabras de Jesús que conocemos como las “bienaventuranzas” aparecen en los evangelios de San Lucas y de San Mateo. Mientras que en Mateo aparece en forma explícita una dimensión espiritual (“pobres de espíritu”, “hambre y sed de justicia”), en Lucas son proclamados felices (bienaventurados) los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los perseguidos. Felices… ¡en esas situaciones! Desde luego, hay un porqué de ese anuncio, hay una promesa para todos los que sufren: el Reino de Dios. Pero la lectura de las primeras líneas choca, golpea: “felices los pobres…”, “felices los que tienen hambre…”

Cacho tenía ese sentido de la paradoja evangélica. Uno quisiera haber atesorado algunas de las frases que expresaban esa fina sensibilidad. Afortunadamente, me llegó la que sería tal vez una de las últimas.

Cuando estaba ya en la etapa terminal de su enfermedad, internado en el Hogar Sacerdotal, Cacho recibió a una de las señoras que solía colaborar con él en el barrio. Ella llegó y le preguntó “¿Cómo estás, Cacho?”.

A esa pregunta, los uruguayos a veces damos una respuesta desafiante: “¿te digo ‘bien’ o te cuento?”. No puedo imaginarme que el tono de la pregunta de la persona amiga mereciera esa respuesta. La imagino preguntando desde el fondo de su corazón, esperando también una respuesta que brotara desde lo más íntimo. Y su pregunta auténtica, halló auténtica respuesta, expresada con el sentido de la paradoja evangélica que tenía Cacho: “estoy curado”.

Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Melo.

Una canción de aquellos años ‘80:

Estrofa inicial: versos del “Manco” Telman, el herrero del barrio.

La canción nació una noche en que tomé el ómnibus 155 para ir a una reunión en el centro San Vicente. En una de sus vueltas, después del Cementerio del Norte y antes de tomar Bvar. Aparicio Saravia, se pasaba por una zona muy oscura y, desde allí, se veían, con todo su brillo, las luces del centro de Montevideo. La lluvia, dándonos un cielo totalmente cubierto, acrecentaba la oscuridad. Me acordé también de lo que decía la gente: “el frío no es nada: te abrigás o hacés un fuego, y ya está. Pero la lluvia se te mete por todos lados en el rancho”.
La pobreza rumia el alma

del pobre que desespera.

Lucha de cualquier manera

con tal de sobrevivir.

No nació para sufrir

ni pa’aguantar tantos males

Si yo estoy en mis cabales

digo desde lo profundo:

cuando Dios nos trajo al mundo

nos trajo a todos iguales.
Dos mundos me mostrás vos, Montevideo ciudad:

uno que está allá en la luz

y este otro en la oscuridad.
Por Aparicio Saravia el 155

apura sus ruedas lentas para no ver los ranchitos.

La lluvia cae sin lástima entre basuras y latas;

la noche tragó a los niños

y sin embargo ahí están.
Y en medio de tanta noche tiembla el brillo de un farol:

la casa del Manco Telman guarda un poco de calor.

Es el herrero del barrio, es su poeta y su voz:

armando ruedas de carro, canta un mañana mejor.

Sueña con casitas blancas, vecinos en unidad;

no se afeitará la barba hasta verlo realidad.
Dos mundos me mostrás vos, Montevideo ciudad:

ese que está allá en la luz

y este que la alcanzará.