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Mons. Sturla invitó a nuevos diáconos a que María “sea la mujer de sus vidas”

By 07/11/2014noviembre 13th, 2014No Comments

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El sábado 1 de noviembre, Solemnidad de Todos los Santos, en la eucaristía presidida en la Catedral Metropolitana por el Arzobispo de Montevideo, Mons. Daniel Sturla, y concelebrada por el Arzobispo emérito, Mons. Nicolás Cotugno, el Obispo Auxiliar, Mons. Milton Tróccoli, el Obispo de Canelones, Mons. Alberto Sanguinetti y el Obispo emérito de Florida, Mons. Raúl Scarrone, fueron ordenados diáconos los seminaristas del clero secular Mathías Soiza López y Marcelo Marciano Tammaro y el seminarista salesiano Héctor Fabián Fariña Gracilazo.

En su homilía, el Arzobispo de Montevideo recordó a los jóvenes que fueron ordenados Diáconos que “la vocación es un don, un regalo (…) del cual uno cuando se hace más consciente, verdaderamente consciente, se hace más agradecido”, al tiempo que les advirtió que “no se la crean! No los ha llamado porque sean mejores. Los ha llamado por pura gracia.”

Refiriéndose a la historia vocacional de estos seminaristas, Mons. Sturla señaló que “en el centro de la vida de estos jóvenes, hay una historia vocacional, un llamado, un encuentro corazón a corazón con el Amigo” y enfatizó que “pocas cosas hay más importantes en la vida de un joven que se hace amigo de Jesucristo que llegar al corazón de este amigo”. Profundizando sobre esta relación de amistad y de encuentro profundo con el Señor, el Pastor destacó que “el corazón de Jesús es el corazón de un enamorado. Pero enamorado con la inocencia de un niño, con la frescura de un adolescente, y con el peso de la madurez. ¡Es un corazón donde hay una luz inextinguible, una luz que irradia! “

El Arzobispo invitó también a todos los presentes, en la Fiesta de Todos los Santos, a expresarle el amor al Padre y a estar dispuestos a hacer Su voluntad. “Tu voluntad es mi alegría, mi plenitud, es la roca sobre la que puedo pararme y divisar un panorama inmenso, un horizonte sin fronteras. El amigo de Jesús comparte su vivencia más íntima, su alimento. ‘Mi alimento es hacer la voluntad del Padre’”, reflexionó Mons. Sturla.

Ante una Catedral colmada, el Arzobispo les aseguró que podrán ser felices en el camino emprendido “siempre y cuando el evangelio que van a recibir hoy solemnemente sea vida en ustedes”. “Cuanto más vivan según el evangelio de Cristo, según ese evangelio que reciben y que a partir de hoy proclamarán en la asamblea (…) no les faltará la alegría, ni aún en la cruz. Serán esos manantiales de agua viva, capaces de hacer fecundos los desiertos”, aseveró.

En la Fiesta de Todos los Santos, Mons. Sturla recordó especialmente a “Don Bosco, padre y maestro de los jóvenes; Domingo Savio, ese santo chiquilín; santa Margarita María, la que dialogó con el corazón de Jesús; el Cura de Ars, modelo sacerdotal, modelo de párroco; san Juan de la Cruz, el poeta místico; san Ignacio, que enseñó a toda la Iglesia a descubrir que vale la pena servir en ella para mayor gloria de Dios” y a Monseñor Jacinto Vera, “nuestro primer obispo, intrépido misionero, al que pronto queremos ver en nuestros altares. El hombre más amado en el Uruguay de la segunda mitad del siglo XIX, aun cuando sufrió persecuciones y calumnias”. Pero, entre todos los santos, destacó a María, a quien “podemos recurrir con sencillez y humildad de hijos. Ella es consuelo en la aflicción, y también causa de nuestra alegría. Ella nos agarra… del los pelos, en el momento del peligro, y no nos suelta”.

El Arzobispo invitó a los jóvenes diáconos a extender sus manos a la Virgen y a asumir que “ella sea la mujer de sus vidas”. “Que María, vida, dulzura, y esperanza de todos los hijos, que a ella recurrimos, sea la mujer a la que siempre amen, la madre y discípula, la que les enseñe a seguir a Jesús, cada día, con mayor energía, con mayor voluntad, con mayor alegría”, concluyó.

Texto completo de la homilía de Mons. Daniel Sturla 

Esta fiesta nos habla del cielo

“Miren cómo nos amó el Padre”, el grito jubiloso de san Juan en la segunda lectura lo podemos repetir nosotros en esta tarde como una expresión que brota de lo más profundo, y podríamos dejar acá, callar y continuar. “¡Miren cómo nos amó el Padre”, ¡qué bueno que es Dios, nos ama, y nos ama de verdad! Nos manifiesta su amor infinito de diversas maneras. Hoy, Todos los Santos: esta fiesta nos habla del cielo, de la gloria, allí donde todos cantan el aleluya de la patria definitiva, el amén de la historia cumplida.

Esta alegría la vivimos hoy con más fuerza aun por la ordenación diaconal de Héctor, Marcelo y Matías. Miren hoy, de un modo especial para ustedes, cómo los amó el Padre. Atrás de cada uno de estos jóvenes, jóvenes en distintas etapas, hay una historia de familia, de estudio, de trabajo, de fe. Historias diversas. Desde Paraguay, de donde es oriundo Héctor… ¿dónde están tus papás?… ¡Ahí! ¡Bienvenidos a Montevideo, al Uruguay! Historia desde allí, desde el Paraguay, y de aquí, de esta tierra. Historias de vida religiosa y de clero secular, de experiencia vocacional –con búsquedas, camino, recorrida, dolor, alegría-, hay humanidad.

En el corazón de Jesús

En el centro de la vida de estos jóvenes, hay una historia vocacional, un llamado, un encuentro corazón a corazón con el Amigo. Pocas cosas hay más importantes en la vida de un joven que se hace amigo de Jesucristo que llegar al corazón de este amigo. ¿Qué hay en el corazón de Jesús? ¿Qué encontramos? Un amigo se asoma al corazón de su amigo. Encuentra lo que allí está presente.

Y en el corazón de Jesús encontramos una alegría luminosa, la alegría del amor. ¡Qué lindo que es ver adolescentes enamorados, con ese primer amor lleno de ternura, de emoción! Un chico, una chica que despiertan al amor, que piensan en el amado, que se ponen alegres y felices… Y si este amor es correspondido sienten que toda la vida cambia. El corazón de Jesús es el corazón de un enamorado. Pero enamorado con la inocencia de un niño, con la frescura de un adolescente, y con el peso de la madurez. ¡Es un corazón donde hay una luz inextinguible, una luz que irradia!

Mi alimento es hacer la voluntad del Padre

Se sabe amado por el Padre. Y este amor lo plenifica. Y responde al amor con amor. Es una historia eterna de amor vivida en el seno de la Trinidad Santísima. Pero en la plenitud de los tiempos, cuando la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, este amor divino latió en un corazón humano. A ese corazón humano de Jesús sus amigos podemos asomarnos y descubrir la hondura de su amor. Es ciertamente un amor que no se queda en palabras. Está vivo. Es de niño, pero no es infantil. Es de adolescente, pero no es variable. Es maduro, pero incansable.

Es un amor de entrega. Aun más: en el corazón de Jesús late el deseo de hacer todo lo que el Padre quiera. “Haciendo lo que tú quieras”, puede decir Jesús al Padre. Podemos nosotros, discípulos de Jesús, amigos suyos, unidos a él, decir “haciendo lo que el Padre quiere, soy yo más que nunca, podré realizarme plenamente”. Jesús dice: “te amo Padre, te alabo, siempre me escuchas, quiero hacer tu voluntad”.

También nosotros estamos llamados en esta Fiesta de Todos los Santos a decirle al Padre: “Señor, como Jesús te alabo y te amo, quiero hacer tu voluntad. Tu voluntad es mi alegría, mi plenitud, es la roca sobre la que puedo pararme y divisar un panorama inmenso, un horizonte sin fronteras. El amigo de Jesús comparte su vivencia más íntima, su alimento. “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre”.

Servidores de su reino

Ese horizonte que Jesús muestra a sus amigos es la plenitud de Dios presente en la historia y que la trasciende. Jesús la llamaba el reino. En ese reino son bienaventurados los pobres, los mansos, los misericordiosos, los que tienen hambre y sed de justicia son saciados, los limpios de corazón ven a Dios, y los que sufren por causa del reino encuentran recompensa. ¡Venga tu reino, Señor! Es la oración nuestra, de la Iglesia, es la oración de Jesús. Venga tu reino aun cuando tu venida suponga dolores de parto. Misteriosamente, en el camino del reino, en ese horizonte amplio y pleno que Jesús le abre a sus amigos, está enclavada la cruz, no se puede soslayar. Ningún amigo de Jesús zafa de esta realidad.

La santa Iglesia, al conferirles hoy el orden del diaconado, los hace ministros de Jesús, servidores de su reino, para que la vida de cada uno de ustedes sea signo de Cristo, servidor de los hombres, que viven para alabanza y gloria de Dios. Él los ha elegido, los ha llamado en sus familias, sus estudios, sus trabajos. Y ustedes también lo han elegido, han apostado por él. Él los ha llamado y ustedes han respondido. ¡No se la crean! No los ha llamado porque sean mejores. Los ha llamado por pura gracia.

¿Podrán ser felices?

La vocación es un don, un regalo, un regalo del cual uno cuando se hace más consciente, verdaderamente consciente, se hace más agradecido. Llamados a la vida, a la plenitud de la vida por el bautismo, llamados de entre los bautizados para un servicio particular al pueblo de Dios. Diáconos en camino al sacerdocio, para identificarse plenamente con Cristo, cabeza y pastor.

¿Podrán ser felices en este camino? Sin duda es una pregunta honda del corazón de cada uno, se la habrán hecho más de una vez. Sus padres, sin duda, se lo han preguntado también. ¿Podrán ser felices en este mundo haciendo como harán, en un rato, promesa de celibato? Yo quisiera, quiero, asegurarles que sí. Podrán ser felices ciertamente, siempre y cuando el evangelio que van a recibir hoy solemnemente sea vida en ustedes. La oración con que recibirán el libro de los santos evangelios dice: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual eres mensajero. Cree lo que lees. Enseña lo que crees. Practica lo que enseñas.” Cuanto más se alejen del evangelio, aun en esta vida ministerial que hoy comienza –si se alejan del evangelio-, se irán entristeciendo, amargando, se servirán de los demás, utilizarán el ministerio en su provecho; quizás recibirán aplausos, pero no cosecharán alegría.

La alegría y los santos como compañeros

Cuanto más vivan según el evangelio de Cristo, según ese evangelio que reciben y que a partir de hoy proclamarán en la asamblea, cuanto más vivan según el evangelio, no les faltará la alegría, ni aun en la cruz. Serán esos manantiales de agua viva, capaces de hacer fecundos los desiertos.

Todos los santos que invocaremos en un rato en las letanías, los acompañarán sin duda. ¿Qué decir de los santos que ustedes prefieren, que ustedes aman, que tienen que ver con su vida, con su vocación, con su camino, con su elección?
Don Bosco, padre y maestro de los jóvenes; Domingo Savio, ese santo chiquilín; santa Margarita María, la que dialogó con el corazón de Jesús; el Cura de Ars, modelo sacerdotal, modelo de párroco; san Juan de la Cruz, el poeta místico; san Ignacio, que enseñó a toda la Iglesia a descubrir que vale la pena servir en ella para mayor gloria de Dios.

¿Cómo no recordar hoy en esta Catedral al Siervo de Dios, monseñor Jacinto Vera, nuestro primer obispo, intrépido misionero, al que pronto queremos ver en nuestros altares? El hombre más amado en el Uruguay de la segunda mitad del siglo XIX, aun cuando sufrió persecuciones y calumnias.

Ahí tienes a tu hijo

Pero entre todos los santos destaca María, la madre de Dios, la virgen de Nazaret, la auxiliadora de los cristianos, Nuestra Señora de Caacupé, la Virgen de los Treinta y Tres, ¡tantos nombres!, pero es siempre María. A ella podemos recurrir con sencillez y humildad de hijos. Ella es modelo de servicio, modelo de vivir para la mayor gloria de Dios haciendo la voluntad del Padre. Ella es consuelo en la aflicción, y también causa de nuestra alegría. Ella nos agarra… del los pelos, en el momento del peligro, y no nos suelta.

Extendámosle a ella nuestra mano, que ella sea la mujer de sus vidas. A ella la recibió el discípulo Juan como un mandato de Jesús, en la cruz, la recibió en su propia casa, entre sus cosas, entre lo suyo. Que también ustedes hoy la reciban de un modo especial, nuevamente, como que Jesús, hoy, especialmente, le dice a su madre, “mira, ahí tienes a tu hijo”. Que María, vida, dulzura, y esperanza de todos los hijos, que a ella recurrimos, sea la mujer a la que siempre amen, la madre y discípula, la que les enseñe a seguir a Jesús, cada día, con mayor energía, con mayor voluntad, con mayor alegría.

Fuente: Quincenario «Entre Todos»  Nº 341