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Mons. Sanguinetti: La iglesia es «casa ampliamente abierta y acogedora»

By 14/10/2016No Comments

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Al cumplirse el pasado 13 de octubre el bicentenario de la bendición y colocación de la piedra fundamental de la Santa Iglesia Catedral Nuestra Señora de Guadalupe de Canelones, el Obispo Diocesano, Mons. Alberto Sanguinetti presidió un Solemne Te Deum en el que destacó que la iglesia «es la casa de todos los hijos de Dios, ampliamente abierta y acogedora”.

Luego de la evocación histórica efectuada por el prof. Agarro Palomeque, se contó con la presentación del Coro de la Escuela Nacional de Arte Lírico, dirigido por el Maestro Juan Asuaga.

En su homilía, el Obispo historió el proceso que desembocó en la construcción de la Iglesia Catedral aludiendo a la figura del Pbro. Xavier Tomás de Gomensoro, (a quien calificó como un “hombre patriota, a la altura de las circunstancias”), al Cabildo Gobernador de Montevideo, representado por D. Joaquín Suárez y al Prócer José Artigas, Jefe de los Orientales, quien “ordena que – a pesar de la urgencias bélicas – los diezmos sean adjudicados a la construcción de esta iglesia”.

Mons. Sanguinetti señaló que “en una sociedad pluralista, la casa de la iglesia, con su presencia en medio de un pueblo, en su territorio y su historia, sigue proclamando la gracia de la fe en Cristo, su acción salvífica en la Iglesia por la oración y los sacramentos … mostrándole a cada ser humano y a toda la sociedad un humanismo total, donde se confiesa el pecado y la gracia, se piensa con la razón y la fe, que reconoce al Creador  en todo el universo y tiene como vocación la vida eterna”.

El Obispo destacó, asimismo, que “la iglesia visible simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de Dios está en marcha» y es «casa es lugar de consuelo, de misericordia y de perdón. En ella somos acompañados desde el nacimiento hasta la muerte, en la esperanza del perdón y la vida eterna”,

HOMILÍA EN EL TEDEUM DEL 13 DE OCTUBRE DE 2016

Santa Iglesia Catedral Nuestra Señora de Guadalupe

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Sea alabado Jesucristo  r./. sea por siempre bendito y alabado.

Queridos hermanos y amigos. Nos reunimos hoy para recoger con gratitud el legado generoso del esfuerzo de nuestros mayores.

I) El Pbro. Xavier Tomás de Gomensoro era hombre patriota, a la altura de las circunstancias. En 1810, como Cura Párroco de Santo Domingo de Soriano escribió el acta de defunción del antiguo régimen colonial. Y en el acta de aquel lejano 13 de octubre de 1816 puso: año séptimo de la libertad de las Provincias Unidas del Rio de la Plata y segundo de la absoluta independencia de esta Oriental.

En medio de las guerras interprovinciales, comenzada la segunda invasión portuguesa, la intención del P. Gomensoro y los fieles guadalupenses, es secundada por el Cabildo Gobernador de Montevideo, representado por D. Joaquín Suárez y con la aquiescencia de José Artigas, Jefe de los Orientales, que ordena que – a pesar de la urgencias bélicas – los diezmos sean adjudicados a la construcción de esta iglesia.

Por supuesto también seguía la vida ordinaria. Para compartir emociones puedo evocar que mi tatarabuelo materno tenía 6 años, y el niño correteaba por estos pagos de Villa Ntra. Señora de Guadalupe.

     Sin falsas oposiciones, aquellos hombres de la patria vieja, sostenían una visión completa de la existencia, una fe católica formada, que reconocía a Dios, principio y fin de todo lo creado y a Jesucristo Salvador y Señor de la Historia. Por lo mismo el hombre y la sociedad entregados al trabajo y la lucha de esta vida terrena, estaban abiertos a que todas las cosas tuviesen a Cristo como cabeza, tanto las del cielo como las de la tierra. Por eso, en medio de grandes trabajos políticos y militares, se entregaban a la construcción de esta iglesia.

II) Ahora bien, aunque parezca una realidad tan obvia, es bueno que nos preguntemos ¿Qué es una iglesia? ¿Por qué los cristianos edifican iglesias?

Los paganos, según imaginaban a sus dioses, hacían sus templos como una casa para poner la estatua de su divinidad, para que viniera a habitar allí.

Israel tenía conciencia de que el Dios verdadero, el Señor y Creador, no es abarcable ni en el cielo ni en la tierra (2 Cr. 6,18). Por eso el templo de Jerusalén era signo de su presencia, fundada en el acto libre con que el  Dios de Abraham, Isaac y Jacob había hecho alianza con su pueblo y se había comprometido a escuchar sus clamores y a ser su garante.

La plenitud y novedad viene con Jesucristo. En él habita corporalmente la divinidad, él es el Hijo eterno de Dios que asume la carne de María Virgen: “el Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros” (Jn.1, 14). Él es el templo verdadero, por su encarnación, y es llevado a perfección por su muerte y glorificación (cf. Jn.2, 19-23).

Siguiendo el misterio de su encarnación, Jesús ha unido consigo a su Iglesia, que es su cuerpo y Esposa, constituyéndola templo del Espíritu, a donde viene a habitar con el Padre. La comunidad de los bautizados, la Iglesia, cuya cabeza y pastor es Cristo es el templo de Dios vivo.

Por eso, como escuchamos por boca del apóstol, los incorporados a Cristo por la fe y el bautismo, somos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu”. (cf. Ef. 2,20-22).

III) Del misterio de la Iglesia de Cristo, participa la casa de la iglesia, esta iglesia, de cuya piedra fundamental hoy celebramos el bicentenario. La casa de la iglesia es expresión y extensión de la Iglesia Santa,“humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 1).

El mismo edificio, no solo un espacio útil para la celebración de los divinos misterios, sino que es también fruto de ellos – especialmente de la Santa Misa – tiene una realidad sacramental. Más aún, incluso cuando no se está celebrando, la casa de la Iglesia anuncia a la Iglesia viva y su misterio de gracia, su santidad y su esperanza de vida eterna y la hace visible y presente entre las casas de los hombres.

La iglesia es un espacio dinámico, que atrae el movimiento del pueblo hacia el Padre, por la medición de Cristo y con y por su cuerpo que es la Iglesia, por la acción del Santo Espíritu.

Desde el exterior con su movimiento hacia lo alto y sus puertas abiertas, recuerda a todos su vocación hacia la comunión con Dios y la vida celestial. Llama a todos acercarse al Dios de la misericordia y de la vida. “Nos hiciste, Señor, para ti y está inquieto nuestro corazón hasta que descanse en ti” (S. Agustín, Conf.1, 1).

Para entrar en la casa de la iglesia somos invitados a ascender para elevarnos hacia Dios, para entrar por la puerta de la misericordia. Entonces se franquea el umbral, símbolo del paso desde el mundo herido por el pecado al mundo de la vida nueva al que todos los hombres son llamados y a la que accedemos por el bautismo (cf. CatIC.1186).

La iglesia visible simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de Dios está en marcha y donde el Padre «enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap. 21,4). Por eso también la Iglesia es la casa de todos los hijos de Dios, ampliamente abierta y acogedora.

Aquí –como lo oímos en el Evangelio – Jesús nos dice “vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados y yo los aliviaré” (Mt.11, 28). Esta casa es lugar de consuelo, de misericordia y de perdón. En ella somos acompañados desde el nacimiento hasta la muerte, en la esperanza del perdón y la vida eterna.

En la nave somos congregados como un único pueblo santo de Dios. El ambón es el trono desde el cual es proclamada la Palabra de Dios con la fuerza del Espíritu Santo. La cátedra significa la presencia del ministerio del obispo, que predica y garantiza la fe católica y apostólica.

El altar es el axis mundi, el eje del mundo, de la humanidad, en el espacio y en el tiempo, es Cristo, ayer, hoy y siempre, principio y fin, alfa y omega, por quien todo ha sido creado y que sostiene todo por su palabra poderosa. Ante el altar se ora y se ofrece el Sacrificio de Cristo muerto y glorificado, en la espera de su venida. Esta es la fuente y culmen de toda la existencia de la Iglesia peregrina, anticipo de la eternidad.

De este supremo amor de Cristo, en el memorial de su pasión, surge toda la vida y la energía de perdón, de caridad, de obras de misericordia corporales y espirituales, con que los cristianos somos llamados  a vivir fecundamente en el mundo, haciendo presente la misericordia del Padre. La inconfundible siempre perenne novedad que Cristo da al mundo por sus santos brota de la fuente del altar. Pensemos sólo en san Juan XXIII, Santa Teresa de Calcuta y en el Venerable Jacinto Vera.

El reinado de Cristo está en el mundo pero no proviene de él. Por eso, el dinamismo del edificio de  la iglesia expresa y realiza el del Pueblo de Dios: todo proviene del Padre por Cristo en el Espíritu y a él nos conduce. Así el ábside de la  iglesia, representa el mundo celestial, que se hace presente aquí en los santos misterios, por la mediación de Cristo glorioso, y nos conduce hacia el Padre.

En una sociedad pluralista, la casa de la iglesia, con su presencia en medio de un pueblo, en su territorio y su historia, sigue proclamando la gracia de la fe en Cristo, su acción salvífica en la Iglesia por la oración y los sacramentos. Continúa así mostrándole a cada ser humano y a toda la sociedad un humanismo total, donde se confiesa el pecado y la gracia, se piensa con la razón y la fe, que reconoce al Creador  en todo el universo y tiene como vocación la vida eterna.

Acabamos de oír la confesión de Jesús: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños” (Mt.11, 25-26). Él nos enseñó a pedir el don de la alabanza: “santificado sea tu nombre” (Mt.6, 9; Lc.11, 2).

La finalidad superior del hombre y de la sociedad, en privado y en público, donde alcanza su última medida y llega a la estatura plena de verdad y libertad, es la alabanza de Dios y el culto del Padre.

Era más sabia y sana una comunidad de campesinos analfabetos de hace siglos que se arrodillaban para adorar a Dios y cantar sus alabanzas, que multitudes de instruidos, cuya vida no alcanza la madurez del culto al Dios vivo.

La oración y la adoración son una realidad personal y social y, en algún sentido, también política, porque hace al sentido de las sociedades y de los pueblos, como lo comprendían los mayores que hoy recordamos hacia doscientos años y, en medio de las batallas, construían iglesias.

Esta dimensión y realidad de alabanza y adoración hace entender la magnificencia, la expansión de todas las artes en la casa de la iglesia. No puede comprenderse con categorías de utilidad o costos, sino como acto de amor, gratuidad y culto. La iglesia de piedra llevándonos a reconocer el don de Dios en la creación y la historia, la redención y la vida eterna, es también acto de elevación, de adoración al Padre en Espíritu y verdad, que como se expresa en el amor al prójimo también se expresa en el arte.

Como lo escucharemos cantar dentro de un rato, referido al edificio de la iglesia: “Locus iste a Deo factus est, inaestimabile sacramentum, irreprehensibilis est. Este lugar es obra de Dios, misterio inestimable y libre de todo defecto (del gradual de la Misa de dedicación).

“A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén” (Ef. 3,20-21).