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Mons. Sanguinetti abogó para que el pueblo oriental quiera vivir en la verdad del Evangelio

By 13/11/2014noviembre 28th, 2014No Comments

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El sábado 8 de noviembre, Solemnidad de la Virgen de los Treinta y Tres, los obispos concelebraron la Eucaristía en la Catedral de Florida y Santuario Nacional de la Patrona de la Patria.

Ante una Catedral colmada, la Misa fue presidida por el Obispo de Canelones, Mons. Alberto Sanguinetti, quien pidió la intercesión de la Virgen para que “el pueblo oriental quiera beber la vida, no en las promesas mundanas, sino en la verdad del Evangelio” y para que a la Iglesia le conceda “la valentía de anunciar el Evangelio sin miramientos humanos, con la humildad del discípulo, obedeciendo sólo a Dios, con la libertad, arrojo y fortaleza de los apóstoles”.

Al inicio de su homilía, el Obispo invitó a contemplar a María “en su santa imagen, la Purísima y Agraciada Virgen de los Treinta y Tres”. “Mirémosla tan bella, recogida con sus manos juntas sobre su corazón, inclinada para dejarse llevar por el Espíritu, recibiendo la corona de lo alto”, invitó Mons. Sanguinetti. “Conscientes de nuestras debilidades y pecados, a ti acudimos para pedir, para renovar nuestro abandono en Aquel, que te hizo tan bella, tan hermosa, tan santa”, acotó.

FUERZA EN EL COMBATE DEL SEGUIMIENTO DE CRISTO

“No pretendemos justificar nuestras miserias. Pero vemos realizado en tí y escuchamos gozosos el anuncio del Evangelio, la victoria de nuestro Dios: el pecado destruido por la pasión del Señor, la enemistad transformada en reconciliación, la condenación en perdón, la muerte en vida”, expuso el Pastor.

“Ilumínanos”, le oró Mons. Sanguinetti a la Virgen, para que “seamos cada día más capaces de vivir y proclamar la belleza de la vida de discípulos y misioneros. La belleza de la santidad, la belleza de la caridad entregada, la hermosura y la gloria de la castidad de alma y de cuerpo”. El Obispo pidió a María, asimismo, su intercesión para “que no nos deslumbremos con la fuerza del mundo, ni temamos sus ataques, sino que nos animemos a llevar una vida oculta con Cristo en Dios, en la que nuestra gloria sea la cruz de Cristo”.

“Virgen santa, también te contemplamos para tener fuerza en el combate del seguimiento de Cristo, en el que nuestra victoria es nuestra fe”, expresó el Obispo de Canelones.

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE LA PURÍSIMA VIRGEN DE LOS TREINTA Y TRES 

Santuario de la Virgen de los Treinta y Tres – 8 de noviembre de 2014

Bendito y alabado sea Jesucristo r./. Sea por siempre bendito y alabado.
Y con Él, sea bendita su Santa Madre.

Escuchando la Palabra de Dios, como Isabel recibiendo su visita, y como lo repetimos continuamente en nuestra plegaria, le decimos “bendita tú entre las mujeres”. Sí, de verdad, tú eres la bendita entre todas las mujeres

Guiados por el Espíritu Santo, los invito a contemplar a María en su santa imagen, la Purísima y Agraciada Virgen de los Treinta y Tres.

Mirémosla tan bella, recogida con sus manos juntas sobre su corazón, inclinada para dejarse llevar por el Espíritu, recibiendo la corona de lo alto.

Y comencemos por saludarla con las palabras del ángel: “Alégrate, llena-de-gracia”. “Alégrate, Hija de Sión, Hija de Jerusalén”.

Nosotros, Madre, nos alegramos contigo y nos alegramos en ti.

Somos los hijos de Eva, que gemimos con todo lo que nuestro valle de lágrimas encierra de pena, de pecado, de injusticia, de muerte. No pretendemos justificar nuestras miserias.

Pero vemos realizado en ti y escuchamos gozosos el anuncio del Evangelio, la victoria de nuestro Dios: el pecado destruido por la pasión del Señor, la enemistad transformada en reconciliación, la condenación en perdón, la muerte en vida.

Alégrate, Madre y hermana, y danos parte en tu alegría. Tú, la llena-de-gracia-, la Pura y limpia, la Purísima, la Agraciada. En ti gustamos y miramos la bondad del Señor, la culminación perfecta de la creación, la obra acabada de la gracia del Espíritu Santo. Toda bella, limpia como la luna de estas hermosas noches.

Alégrate, llena-de-gracia, el Señor está contigo. Hija de Sión alégrate, porque el Señor está en ti, Salvador y Rey.
Tú, María, Virgen de los Treinta y Tres, nos haces patente que el Señor está con nosotros, en medio de su Iglesia, del pueblo que adquirió con la sangre de su Hijo.

Mirándote a ti, Agraciada, reconocemos gozosos y agradecidos que se ha cumplido en nuestra historia y se cumple hoy la promesa de tu Hijo: Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo; yo les enviaré el Espíritu de la verdad que procede del Padre; el Padre los amará y vendremos a ustedes y haremos morada en ustedes.

Así, nosotros venimos a verte y a celebrar las obras de Dios, como “El sumo sacerdote Yoyaquim, con el Consejo de Ancianos de Israel y los habitantes de Jerusalén, vinieron a contemplar los bienes que el Señor había hecho a Israel, y a ver y saludar a Judit”.

Aquí, en tu casa, abogada y patrona nuestra, la Iglesia de Dios que peregrina en el Uruguay, este pequeño rebaño a quien el Señor ha querido dar su Reino, nosotros con nuestras pequeñeces y temores, con nuestras dudas e incertidumbres, en ti renovamos la fe que nos ilumina para reconocer la presencia salvadora de la Trinidad santísima. En ti nos afianzamos en la esperanza de cumplir nuestra misión con fidelidad y alcanzar la Jerusalén del cielo, nuestra patria eterna.
Esta misma Iglesia peregrina, a tus plantas, Señora, con esa misma confianza es pueblo suplicante. Conscientes de nuestras debilidades y pecados, a ti acudimos para pedir, para renovar nuestro abandono en Aquel, que te hizo tan bella, tan hermosa, tan santa.

Ilumínanos, Mujer revestida de sol, con la luz de Cristo, para que seamos cada día más capaces de vivir y proclamar la belleza de la vida de discípulos y misioneros. La belleza de la santidad, la belleza de la caridad entregada, la hermosura y la gloria de la castidad de alma y de cuerpo. Que no nos deslumbremos con la fuerza del mundo, ni temamos sus ataques, sino que nos animemos a llevar una vida oculta con Cristo en Dios, en la que nuestra gloria sea la cruz de Cristo.

Virgen santa, también te contemplamos para tener fuerza en el combate del seguimiento de Cristo, en el que nuestra victoria es nuestra fe.

Te pedimos que vayas delante de nosotros como Capitana y guía. Tú, como Judit venciste por la gracia y la sabiduría, puesta la confianza sólo en Dios. Haz de nosotros un pueblo humilde, abajado cuando mira su pequeñez, pero valiente y arrojado cuando mira el poder de Dios.
A ti, nuestra Patrona, te pedimos porque el pueblo oriental quiera beber la vida, no en las promesas mundanas, sino en la verdad del Evangelio; que busque las fuentes de agua pura, para una vida digna de hijos de Dios. Sé su guía para que encuentre todas las riquezas de Cristo y quiera tener su parte en ellas.

A nosotros, Capitana nuestra, danos la valentía de anunciar el Evangelio sin miramientos humanos, con la humildad del discípulo, obedeciendo sólo a Dios, con la libertad, arrojo y fortaleza de los apóstoles.

María, el Señor está contigo. Esta invocación se nos dice repetidamente por parte del sacerdote a lo largo de la celebración de los divinos misterios. Porque este memorial que tu Hijo dejó a la Iglesia contiene toda gracia, toda la presencia y acción de la Santa Trinidad.

Tú que guardabas los misterios de Cristo meditándolos en tu corazón, Tú nuestra guía, enséñanos a meditar, comprender y celebrar la Santísima Eucaristía, como la Iglesia la ha comprendido en su corazón y quiere vivirlo fielmente en su Divina Liturgia, según su Santa Tradición.

Condúcenos, pues, al sacrificio de tu Hijo, Sumo y Eterno Sacerdote. Aquí en la Eucaristía en que se une el cielo y la tierra. Aquí donde él se ofrece y nos ofrece consigo. Aquí donde la carne que tomó de tus entrañas puras se entrega como Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo.

Que nosotros, que tu Iglesia, que cada uno, conducido por ti, se vuelva víctima viva, santa, agradable a Dios. Que tú, causa de nuestra alegría, nos introduzcas en la alegría que Cristo nos ha dado y ella llegue en nosotros a su plenitud. Que, como Tú, nos volvamos ofrenda eterna de acción de gracias.

A él, Verbo Creador, que de ti tomó carne, que te santificó por su sangre, todo honor y gloria, con el Padre Eterno, en la unidad del Espíritu Santo, aquí y en los cielos, ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

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