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Mons. Pablo Galimberti evoca al «Arzobispo Mártir»

By 05/06/2015junio 12th, 2015No Comments

Pablo Galimberti

El obispo Oscar Arnulfo Romero de El Salvador, moría hace 35 años a manos de un escuadrón de la muerte que lo acusaba de cura comunista. La Iglesia Católica lo ha declarado mártir, asesinado por odio a la fe que profesaba con valentía.

Eran años difíciles para la mayoría de los salvadoreños empobrecidos.  La represión cortaba cabezas a toda manifestación popular etiquetada como peligrosa.

El obispo Romero había asumido la responsabilidad de la iglesia capitalina de El Salvador el 22 de febrero de 1977. Tres semanas después asesinaban a un sacerdote amigo, el jesuita Rutilio Grande.

El suceso golpeó a toda la población. Era el primer asesinato de un cura junto a dos campesinos por parte de la Guardia Nacional. Romero conocía a Rutilio desde hacía tiempo.

De inmediato acudió junto a su obispo auxiliar a la población de Aguilares para el funeral. Después de la misa, Romero quiso reunirse con los sacerdotes, religiosas y un grupo de campesinos hasta altas horas de la noche, pidiendo ayuda y consejo.

Allegados al obispo afirman que este asesinato fue para el arzobispo Romero un golpe muy fuerte. Algunos lo llaman “el milagro de Rutilio”.

Se decía que la designación de Romero para la capital salvadoreña había sido vista con agrado por las clases más influyentes, integradas por las 14 familias más ricas, dueñas del país, que le habían prometido la construcción de un palacio episcopal.

Quienes lo conocían de cerca afirman que desde aquel momento Romero, que tenía entonces 59 años, empezó a repensar su misión como pastor y guía de la comunidad católica en este nuevo escenario ensangrentado por la violencia.

El obispo Romero no buscaba complacencia ni aplausos. Luego de consultar a sus curas, suspendió todas las misas del Domingo 20 de marzo, convocando a todo el pueblo a la catedral para una misa única. Ante cien mil personas y 150 sacerdotes les presentó al Padre Rutilio como ejemplo.

Suspendió además las clases de todos los colegios católicos durante tres días. Dejó de concurrir, como era de estilo en su país, a las convocatorias oficiales, como misas por la patria, hasta que no se abriera una investigación sobre la muerte del P. Rutilio y las víctimas de la represión.

Los militares no se detuvieron. Expulsaron a los tres jesuitas compañeros del Padre Rutilio, asesinaron a 50 campesinos y profanaron un templo pisoteando con sus botas las hostias consagradas. También allí se respondió con una gran procesión de reparación presidida por el arzobispo Romero que pasó frente a la alcaldía rodeada de militares.

Las amenazas de muerte a los jesuitas aumentaron. El Padre Arrupe, Superior General de ellos escribió: “La compañía de Jesús no se mueve con amenazas. Estamos contra la violencia, pero no tenemos miedo”. La respuesta llegó en 1989 con la matanza de seis jesuitas de la Universidad Católica.

En enero de 1979 estalló un nuevo episodio sangriento, el asesinato del P. Octavio Ortiz. Su cuerpo aplastado por una camioneta militar se encontró junto a cuatro jóvenes acusados de guerrilleros. Las únicas armas que les encontraron fueron un par de guitarras y una Biblia. Romero tomó entre sus manos su cabeza destrozada. Lloraba y la sangre marcó su sotana.

Un día una visita llegó a su modesta casa y le expresó que no era adecuada para su jerarquía. Romero le dijo: “La mayoría de mis fieles vive en chozas de cartón; mi habitación es comparativamente demasiado lujosa”.

Su beatificación, el pasado 23 de mayo, reconoce oficialmente lo que la fe del pueblo sencillo ya había rubricado que todos los días hacen una larga cola para rezar ante su tumba. Una bala desgarró su pecho cuando celebraba la Misa que es la memoria actualizada del Sacrificio de Cristo. Los ojos creyentes descubren la semejanza con la lanza que abrió el costado de Cristo en la cruz.

El obispo Romero siguió fielmente las huellas de Cristo en su tierra salvadoreña. Y cargó la pesada cruz de ese pueblo con todas las consecuencias. La Iglesia ha ratificado con solemnidad lo que todos deseaban. Por eso, el pueblo católico o simpatizante, está de fiesta.

Columna del Obispo de Salto, publicada en el Diario «Cambio» del viernes 5 de junio de 2015