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Mons. Daniel Sturla en la Misa Crismal: «La única ambición del sacerdote es servir y servir”

By 16/04/2014abril 25th, 2014No Comments

Sturla Santo Crisma

En la homilía de la Misa Crismal celebrada el Jueves Santo, en la Catedral Metropolitana, el Arzobispo de Montevideo, Mons. Daniel Sturla, tras confesar su emoción por presidir por primera vez esa celebración, destacó que lo más grande que un hombre puede entregar a otro es Cristo y que la única ambición del sacerdote debe ser “servir y servir”.

Refiriéndose al Ministerio del sacerdocio, el Pastor recordó que “no sólo somos parte del pueblo, también lo llevamos sobre nuestros hombros, como el pastor a la oveja”.

Admitió que “a veces tenemos problemas de ideologías, o por teologías, pero otras muchas son problemas de ‘cardiología’”. No obstante, llamó a evitar que “esas pequeñas cosas nos separen”. “Es más lo que nos une, que lo que nos separa. ¡Pero vaya si es tanto lo que nos une!”, enfatizó.  En este sentido puntualizó que “al ser hijos de Dios desde el bautismo ahora nos une una nueva fraternidad: sacerdote, del grupo de los amigos íntimos del Maestro. Amigos del Esposo. Unidos al Obispo se realiza nuestro sacerdocio católico, en la diversidad y en la unidad, admirado de la creatividad del Espíritu Santo y atentos a saber discernir lo que de verdad proviene de Él”.

“Nos toca estar en una parroquia, o en un colegio, en una obra social, en una radio, o quizás nos toca una tarea administrativa, pero siempre: ¡sacerdote de Cristo! Sacerdote, siempre y en todas partes”, subrayó Mons. Sturla.

El  su primera Misa Crismal como Arzobispo de Montevideo, Mons. Sturla planteó a los sacerdotes: “Cada día decimos: ‘Tomen y coman, esto es mi cuerpo’. Quizás un día percibamos que en la medida en que vivo mi sacerdocio unido al de Cristo, yo también me transformo en comida. También a mí me comen y beben, en mi entrega sacerdotal.

¿Tendré el sabor de Cristo? O por ahí me agarró el yoísmo, esa extraña búsqueda de poder y reconocimiento que suele aparecer cuanto más débil es mi relación con el Señor; y en lugar de disminuir para que Él crezca, crezco yo y dejo a Cristo chiquito. ¿Él en el centro o yo en el centro? ¿Anuncio a Cristo? ¿entrego a Cristo? ¿me identifico con Cristo? “

“No eres tú quien se hace a sí mismo sacerdote, has recibido un Don que nos desborda, pero que no es para nuestra complacencia. Lo que quiere el Señor de nosotros es ante todo un corazón dócil, humilde. Él, que puede transformar el pan y el vino en su cuerpo y su sangre, puede transformarnos a nosotros. Siempre en diálogo personal de libertad y de amor”, aseveró el Arzobispo de Montevideo.

SÓLO DESDE EL AMOR 

“Mi entrega sacerdotal solo se comprende en el amor. No tiene otro sentido mi vocación sacerdotal que la que me une a todo el pueblo de Dios: el amor. Soy sacerdote para amar y servir. No se trata de sacar fuerzas de flaqueza, sino de ir a la fuente. Y la fuente es Él. El Dios que es amor y da sentido a mi vida, que es la fuente de agua viva”, expresó Mons. Sturla.

 LOS LAICOS: CUIDEN A SUS SACERDOTES 

Al concluir su homilía, el arzobispo se dirigió a los laicos y les pidió que quieran de verdad a sus sacerdotes. “Ayúdenlos con cariño y verdad. No solo trátenlos bien en la colecta de la misa o en hacerle la comida preferida. ¡Cuídenlos! ¡Defiéndanlos! Es tan lindo verse defendido en los peligros por los que nos quieren”. “Entre sus sacerdotes están los que tienen su familia cerca, y también los que están fuera de su tierra, que han venido de lejos con una generosidad enorme. Unos y otros tienen por primera familia la que el Señor les ha encomendado: su comunidad. Que ellos sean objeto de la bondad de ustedes. Es a Cristo a quien están queriendo cuando quieren, cuidan y defienden a sus sacerdotes”, finalizó.

Cristo es lo más grande que podemos entregar 

Homilía de Mons. Daniel Sturla en la Misa Crismal (17-04-2014) 

Queridos Hermanos:

¡Qué gracia es poder celebrar esta santa Misa que nos une a todos en torno al altar del Señor! Es una gran alegría concelebrar con el Arzobispo emérito Mons. Nicolás, con Mons. Milton, con el Sr. secretario de la Nunciatura Apostólica el P. Matías y con todos mis hermanos sacerdotes de esta Arquidiócesis. ¡Celebremos y demos gracias a Dios! ¡Hoy es el día del sacerdocio!

En esta Misa crismal los sacerdotes y los diáconos renovaremos nuestras promesas. ¡Qué regalo es mirar a nuestros sacerdotes y dar gracias a Dios por cada uno de ellos! Podríamos pensar en todos los sacerdotes que fueron luces en nuestro camino de fe, desde nuestra niñez hasta hoy. ¡Cuánto para dar gracias a Dios!

El espíritu del Señor está sobre mí -dice Jesús citando al profeta Isaías-, él me ha ungido. Hoy en esta Misa crismal permítanme que les diga la emoción que siento al presidirla. Me siento pequeño como la primera vez que di la comunión siendo seminarista, en la iglesia de san José esposo de María, de la calle Instrucciones. ¡El cuerpo de Cristo! Dar a Cristo con mis manos, entregarlo. Allí descubrí que ése era el único sentido de mi vida y que la vida valía la pena vivirse, si en ella podía dar lo más grande que un hombre puede entregar a otro: a Cristo. La única ambición: servir y servir.

Después de años de preparación en seminarios y casas de formación, todos hemos vivido la ordenación diaconal. La imposición de las manos -en mi caso del Obispo José-, que nos hizo  servidores de nuestros hermanos: en el altar, en la predicación de la Palabra, en el servicio a los pobres, servir y servir… No ambicionar otra cosa. ¡Qué alegría contar hoy con la presencia de los cinco diáconos que serán ordenados el próximo 11 de mayo, domingo del Buen Pastor! Qué regalo para todos nosotros, la presencia de los diáconos permanentes que constituyen, 40 años después de la ordenación de los primeros, una riqueza para la vida de toda nuestra Iglesia.

Unos meses después del diaconado recibimos la ordenación sacerdotal. Allí, además del gesto central de la imposición de las manos, se realizó el rito de la unción de nuestras manos. Yo hubiera deseado que hubieran quedado empapadas en el crisma. Manos ungidas para servir. Para que sean instrumentos de la gracia de Dios, manos sacerdotales que algunos nos han besado para expresar la fe en el sacerdocio de Cristo. Manos que seguían siendo mías, pero a partir de entonces, eran manos de Cristo. Cada uno de los sacerdotes recordará su primera misa, con voz quizás temblorosa, la oración al Espíritu Santo, «que este pan y este vino se transformen en el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo», levantar el pan, decir las mismas palabras de Cristo: «Tomen y Coman, esto es mi cuerpo… tomen y beban, esta es mi sangre» ¡Y creer! En mis manos se hace actual el sacrificio pascual de Cristo. ¡Es el sacramento de nuestra fe!

Todo parece bello, hermoso, el día de la ordenación. Hay saludos y felicitaciones, pero la vida continúa. Recibimos el don del sacerdocio un día, pero luego con la gracia de Dios nos vamos haciendo sacerdotes identificándonos con Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia.

Quiero una Iglesia que salga a la calle

De la Iglesia real, que es una, y sin embargo desgarrada por grandes divisiones, o por pequeñas peleas en nuestras comunidades; santa y al mismo tiempo compuesta por pecadores; católica, es decir, universal, y tantas veces de puertas cerradas y rostros adustos; apostólica y en ocasiones cansada de la misión y a la espera de que vengan hacia ella en lugar de ir, salir, callejear -como dice el Papa Francisco-.

Sí, esta Iglesia es la que quiero, la real. No la Iglesia ideal. De la que el día de mi ordenación sacerdotal dejé de ser solamente miembro del cuerpo para pasar a ser, con otros hermanos: cabeza y esposo. No sólo somos parte del pueblo, también lo llevamos sobre nuestros hombros, como el pastor a la oveja. Y podemos experimentar los sacerdotes lo mimos que Moisés en el desierto, intercediendo por el Pueblo y quejándose al mismo tiempo por el cansancio.

¡Es tanto lo que nos une!

Me integro a un presbiterio, con hermanos y podemos pensar diferente en muchas cosas. A veces tenemos problemas de ideologías, o por teologías, pero otras muchas son problemas de “cardiología”. No dejemos que esas pequeñas cosas nos separen. Es más lo que nos une, que lo que nos separa. ¡Pero vaya si es tanto lo que nos une! Al ser hijos de Dios desde el bautismo ahora nos une una nueva fraternidad: sacerdote, del grupo de los amigos íntimos del Maestro. Amigos del Esposo. Unidos al Obispo se realiza nuestro sacerdocio católico, en la diversidad y en la unidad, admirado de la creatividad del Espíritu Santo y atentos a saber discernir lo que de verdad proviene de Él.

También llegan las alegrías y los cansancios. El gozo de acompañar a las parejas de enamorados que se quieren casar, y atender a los esposos que se pelean. Tenemos la alegría de los bautismos y el peso de los velatorios. Cuando muere un niño o un joven, y uno siente la mirada escrutadora de su familia: ¿por qué?

Tenemos la alegría de dar el perdón y la duda ante discernimientos morales complejos. Vivimos el gozo de la amistad y el peso de la soledad. La vivencia del celibato se hace difícil si éste no es robustecido por una relación afectiva con Cristo, con el Padre, que hace percibir la maravilla del don recibido. Todo tuyo Señor, todo tuyo María, como enseñaba el Beato Juan Pablo II. Cristo en el centro de la vida.

Nos toca estar en una parroquia, o en un colegio, en una obra social, en una radio, o quizás nos toca una tarea administrativa, pero siempre: ¡sacerdote de Cristo! Sacerdote, siempre y en todas partes.

Cada día decimos: «Tomen y coman, esto es mi cuerpo». Quizás un día percibamos que en la medida en que vivo mi sacerdocio unido al de Cristo, yo también me transformo en comida.

También a mí me comen y beben, en mi entrega sacerdotal.

¿Tendré el sabor de Cristo? O por ahí me agarró el yoísmo, esa extraña búsqueda de poder y reconocimiento que suele aparecer cuanto más débil es mi relación con el Señor; y en lugar de disminuir para que Él crezca, crezco yo y dejo a Cristo chiquito. ¿Él en el centro o yo en el centro? ¿Anuncio a Cristo? ¿entrego a Cristo? ¿me identifico con Cristo?

En la ordenación sacerdotal hay una oración muy bonita que acompaña la entrega de la patena y el cáliz: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios… Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor».

Somos ofrendas vivas

«La ofrenda del pueblo santo de Dios». No es solo tu ofrenda, mi ofrenda: es “mía y de ustedes”, es la ofrenda del pueblo santo: sus vidas, sus angustias, sus luchas, sus pecados, sus temores, la enfermedad del nene, la abuela que se pone sorda, el llegar a fin de mes. Son las esperanzas y los sueños, todo está allí, en la patena y en el cáliz que presentamos al Señor: “ofrenda del pueblo santo de Dios”.

“Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras”: Señor, sólo con tu gracia puedo imitar, hacerme también ofrenda, comida, sacrificio. Solo con tu gracia puedo entregarme.

Puede acechar la tentación, sobre todo a los curas más jóvenes, pensando que era más lindo el seminario, la casa de formación, los antiguos ideales, tener mis tiempos, mis horas, mi tranquilidad.

Pero se nos ha dicho “imita lo que conmemoras”, es decir: complicate la vida, como Cristo se la ha complicado para gloria del Padre y salvación de sus hermanos. ¿Lo podré vivir? ¿Soy digno? ¿No me habré equivocado?

La gracia es la verdadera fuerza

“El Señor te ha ungido…” No eres tú quien se hace a sí mismo sacerdote, has recibido un Don que nos desborda, pero que no es para nuestra complacencia. Lo que quiere el Señor de nosotros es ante todo un corazón dócil, humilde. Él, que puede transformar el pan y el vino en su cuerpo y su sangre, puede transformarnos a nosotros. Siempre en diálogo personal de libertad y de amor.

«Él me envió, a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación, a dar vista a los ciegos, libertad a los oprimidos, a anunciar un año de gracia». Él, que me primereó en el amor es el que me antecede con su gracia. Si me la creo, me deja solo; si

busco la mía, mi comodidad, ¿para qué me va a dar su gracia? Pero si sus intereses son los míos, si su pueblo es mi pueblo, si su iglesia concreta, es mi iglesia, nunca me faltará su gracia. La unción será con el óleo de la alegría, el perfume de más rico olor. ¡Qué regalo ser sacerdotes de Cristo!

El sentido de la vocación es el amor

El Señor puede hacer esa maravilla que cantan los salmos y ensancharme el corazón. Mi entrega sacerdotal solo se comprende en el amor. No tiene otro sentido mi vocación sacerdotal que la que me une a todo el pueblo de Dios: el amor. Soy sacerdote para amar y servir. No se trata de sacar fuerzas de flaqueza, sino de ir a la fuente. Y la fuente es Él. El Dios que es amor y da sentido a mi vida, que es la fuente de agua viva.

Queridos laicos, que han venido a acompañar a sus sacerdotes, diáconos y al Obispo: quieran a sus sacerdotes, quiéranlos de verdad. Ayúdenlos con cariño y verdad. No solo trátenlos bien en la colecta de la misa o en hacerle la comida preferida. ¡Cuídenlos! ¡Defiéndanlos! Es tan lindo verse defendido en los peligros por los que nos quieren. Capaz que no es el cura ideal, seguramente ustedes tampoco sean la comunidad ideal. Somos la Iglesia del Señor, la de Pedro y Juan, la de Marta y María, la del viejo creyente José de Arimatea, y la del convertidito centurión, la de la cananea peleadora y la samaritana sorprendida. Somos la Iglesia católica. Somos la Iglesia de Cristo.

Entre sus sacerdotes están los que tienen su familia cerca, y también los que están fuera de su tierra, que han venido de lejos con una generosidad enorme. Unos y otros tienen por primera familia la que el Señor les ha encomendado: su comunidad. Que ellos sean objeto de la bondad de ustedes. Es a Cristo a quien están queriendo cuando quieren, cuidan y defienden a sus sacerdotes.

El Señor los bendiga.